SECUOYA

De las camionetas bajaron seis hombres enmascarando sus diferencias en overoles naranja. Quedaron hablando mientras miraban a la secuoya gigante y su alrededor. “Comencemos por el oeste” dijo uno. Los demás asintieron. Paso seguido desenfundaron cuatro motosierras. Eran de las que tienen la espada de sesenta pulgadas.
Las malas previsiones de la semana pasada, al traer equipamiento menos potente, sólo habían producido unas heridas superficiales en el árbol.
Los rugidos rememoraban carreras de motocross, pero cómo asemejar un deporte con una matanza.
Las virutas húmedas comenzaron a cubrir la tierra y para el primer descanso, el costado del tronco ya estaba despojado de corteza.
Hacia la tarde, cuando las fuerzas estaban decayendo, se empezaron a ver con claridad los anillos concéntricos del vientre del árbol. La necedad de quienes operaban no les permitió advertir lo que un observador atento hubiera descubierto a simple vista.
Algunas divisiones sangraban más que otras. No resina, no savia. Sangraban sangre. Un botánico podría haber calculado con exactitud a qué época correspondían. Pero no fue así.
—Cuentan que este monstruo tiene más de ochocientos años— dijo al grupo uno de ellos. Rieron como quien no entiende un chiste. Y continuaron hasta el ocaso.

A la mañana siguiente regresaron para continuar su tarea. Cómo explicar con palabras el estupor de seis imbéciles mirando la secuoya totalmente curada.


@ConiglioFabian
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Pudo cambiar el mundo porque tenía ojos de niño.


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