A
Laurencio lo iba a conocer ya viejo. Los relatos que me llegaron sobre él fueron
quizá el imán que atrajo mi deseo por conocerlo.
Por
eso viajé esa mañana hacia la cuenca. Mientras manejaba, el silencio del
paisaje agreste y parco era lastimado por la correntada violenta del viento. El
paisaje, vencido ante tal alud invisible, quedaba ciego y postrado, dando lugar
a un amanecer majestuoso y pleno. Noble tarea la de ese monstruo silbante,
achatar la tierra para mostrar el cielo. Esa pantalla inconmensurable dejaba
imprimir en ella mil imágenes que proyectaba mi imaginación: Laurencio, el
héroe de la mina carbonífera era, sin duda, su protagonista excluyente.
Aunque
nunca lo había visto ni en diarios ni en libros, lo único claro que veía entre
las nubes rojizas matinales era su rostro apacible y decidido. En torno a él
fluctuaban escenas indefinidas que no hacían más que contornear tridimensionalmente la estampa de este
gladiador patagónico.
En
un momento, tal vez alucinando, me pareció escuchar su voz, cuando una ráfaga
atroz penetraba por los burletes de la ventanilla derecha del coche. Ese sonido
me trajo al recuerdo otras voces, las voces de personas que fueron testigos
indirectos de hazañas algo inverosímiles atribuidas a nuestro héroe. Por más inauditas
que sean las historias tejidas, había algo de lo que no se podía dudar: para el
pueblo, para el hombre de a pie, Laurencio encarnaba la realización de
aspiraciones y anhelos de valor y entrega.
Mis
pensamientos poblados contrastaban con la estepa desnuda que a medida que me llevaba
deslizante a la meta, se accidentaba y desequilibraba deviniendo en un
trampolín irregular y extenso.
¿Tendré
la posibilidad de entrevistarme con Hilario Cárdenas? Este hombre, de estirpe
pétrea y mirada luminosa era uno de los sobrevivientes del suceso de la Mina
Uno, aquella que no llegó a ser tragedia gracias a la previsión de Laurencio.
Don Hilario, hombre sexagenario, será fácilmente localizable en el pequeño
pueblo, porque vivía en la casa de uno de sus sobrinos, quien tenía un comercio
céntrico. Qué mejor que escuchar de sus propios labios el relato mágico y épico
de aquel antiguo día frío de mayo. El latir de mi corazón se aceleró al darme
cuenta que estaba transitando las últimas curvas previas a la entrada del poblado.
Estaba
anocheciendo, así que opté por alojarme en la cabaña que había reservado. Una
suave nevada me ofreció sus bienvenidas mudas pigmentando de cal el carbón del
suelo que la ventana principal me dejaba ver entre sus cortinas corridas.
Tardé
en dormir, en parte porque ese espectáculo parsimonioso requería de mí como su
espectador solitario y en parte porque saqué de mi bolso la carpeta con los
recortes periodísticos del acto heroico de Laurencio y los leí para no perder
ningún detalle o referencia para el día siguiente.
Amaneció.
El plan era simple: primero, ubicar a Hilario Cárdenas, el último de los
sobrevivientes del “Suceso de la Mina de
2001”, entrevistarlo y grabarlo; segundo, conocer al mismísimo Laurencio, en la
casa de Delia Nieves Tolosa.
Mientras
quitaba la capa de nieve que envolvía el coche descubrí que, si bien estaba
nublado, la luminosidad de las calles y casas irradiaba más de la cuenta y esa
nieve, paradójicamente, me daba una sensación de suave calor. Eso me animó a
emprender los encuentros.
Para
predisponerme mejor aún desvié unas cuadras hasta llegar al camino que da con
la entrada de la antigua Mina Uno, mezcla de reliquia y panteón vacío. Sólo fue
bajar del auto, caminar en silencio escuchando el crujido de la nieve
apelmazarse debajo de mí en cada paso, con la cortina de fondo del viento tenue
que hacía aullar los álamos lejanos. De repente repasé mentalmente la secuencia
de lo sucedido hacía ya catorce años: seis obreros excavando, un Laurencio que
percibe lo que iba a pasar y sin titubeos obliga con toda su fuerza a que los
mineros que estaban bajo tierra abandonen espasmódicamente la mina, y el
ruido atronador de la tierra que cede anulando aquellos hormigueros humanos.
Finalmente las lágrimas de emoción de aquellos trabajadores que, sin querer, yo
estaba replicando enfrente del lugar de los hechos.
Fue
fácil dar con el local comercial donde residía Hilario Cárdenas. Pero por quién
sabe qué jugadas del destino o de la naturaleza, o de quién sea, o sin razón
alguna, don Cárdenas, que estuvo los últimos tres meses con una fuerte dolencia
coronaria, hacía cuatro días había fallecido.
Saludé
respetuosamente a sus familiares pero no osé hurgar en los relatos que ellos
conservaban en sus recuerdos para no pasar por inoportuno.
Mi
segunda y última parada sería, nada más y nada menos que encontrarme cara a
cara con el tan esperado Laurencio.
Me
recibió doña Delia Nieves Tolosa en su casita pobre y limpia, ordenada y
mínima. Su alegría serena atravesó con sus ojos las grietas de sus años. El
pañuelo en su cabeza envolvía sus sienes blancas y su pelo gris. Me contó que
Laurencio ya estaba en el crepúsculo de su vida. Me invitó a pasar a la sala
para que lo pueda conocer. Y ahí lo vi. Ya ciego y postrado, tal vez percibió
el motivo de mi visita y, sin salir de su sitio, movió confiado su cola.
@ConiglioFabian
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