―Domingo,
para cuándo la nota de la sentencia de la mujer degollada en la ría.
―De
eso le quería hablar. Como ya está la condena firme, quería hacerle una nota al
homicida. Si el diario quiere, claro. ―Aráoz, que siempre tuvo olfato
editorial, por primera vez elogió para sus adentros al periodista más insípido
de la redacción.
―Está
bien. Si consigo la autorización judicial lo mando al Bocha. Pero pasame para
hoy la nota de la condena.
―Si
no le molesta, me gustaría hacer yo mismo el reportaje al preso.
―Pero
vos sos bueno en sociales Domingo, con qué necesidad.
―Más
de veinte años escribiendo sobre bautismos, casamientos, cumpleaños y sepelios.
Creo que necesito adrenalina. Sólo eso.
Domingo
Olivetti era bueno en lo suyo. El recoveco formado entre dos archiveros le
servía de lugar de concentración, y sus paredes metálicas sostenían con
simpáticas formas imantadas, apuntes, manuscritos, teléfonos y fechas. Aunque
era uno de los más prolijos redactores, siempre le asignaban notas jurídicas y
sociales muy poco interesantes. Había sobrevivido a distintos jefes con la
constancia que sólo los hombres de bajo perfil tienen. Nunca había faltado al
trabajo, ni siquiera el día que nació su hija, hacía ya veintiún años. Sus
compañeros se habían enterado del nacimiento por una llamada que a los pocos
días había hecho quien entonces era su suegro. Por otro lado, lo que tenía de
obsesivo y meticuloso, lo tenía de pusilánime. Su madre, con quien había vuelto
a vivir desde que se divorció, le decía entre bromas:
―Minguito,
no entiendo cómo seguís en ese diario que chorrea sangre, siendo tan miedoso
como sos.
Al
igual que toda ciudad chica, Río Gallegos no se podía jactar, como las grandes
metrópolis, de tener sucesos macabros cada semana. Y este homicidio, ocurrido hace
ya cuatro años, era todo un estandarte de modernidad, del cual sus habitantes
hacían alarde con una morbosidad encubierta.
El
Bocha era el opuesto a Domingo. Con los vicios de Buenos Aires en la pluma,
escribía sin tapujos ni prejuicios, haciendo de una riña de borrachos, una
lucha armada con móviles políticos. Por un lado ya nadie en el pueblo le creía.
Pero si se debía hacer una nota con
malicia y pulsión, él era el indicado.
***
―Oficial, la encontramos.
Afirmativo, responde a las características. Debajo del puente roto en la ría.
Desnuda, con los pies y las manos atadas. Degollada. Oká. Ya despejamos.
La
mujer era la ex pareja de un diputado provincial. Si bien durante las primeras
semanas se especuló con los móviles de la venganza o el despecho, el funcionario
quedó desestimado de erróneas conjeturas al detener a Dino Ortellado, un
gasista que había estado haciendo días antes, unos arreglos en la casa de la
occisa.
Ya
habían pasado cuatro años del homicidio. Por fin se firmó la sentencia.
El
jefe de redacción le dijo a Domingo que había conseguido la autorización para
la entrevista. La haría el Bocha, pero podía acompañarlo. Siendo la mejor opción
que pudo abarajar, la tomó.
Ortellado
tenía antecedentes de golpeador. Oriundo de una provincia del noroeste
argentino, había llegado a la Patagonia para trabajar en una empresa que, en
temporada baja, lo despidió. Su señora, que extrañaba el aire libre y las
comidas abajo del árbol del patio, un día se volvió a su pueblo con sus hijos,
dos bolsos y hematomas en la espalda.
Dino,
después de un tiempo de abandonarse, retomó su oficio y en poco tiempo
alternaba las noches de copas con los trabajos temporarios en domicilios
particulares o pequeños comercios.
Accediendo
al expediente de la causa, Domingo supo que las pruebas fueron contundentes. Una
llamada anónima informó a la policía. Llegaron con la orden judicial, y al rato
el cuchillo con manchas de sangre de la víctima había sido encontrado en la
canaleta del techo del sospechoso.
Ya
en una piecita minúscula y mal iluminada, el Bocha y Domingo esperaron que
traigan al condenado. Aunque fue imposible conseguir que los dejen sin custodia,
se pudo hacer la entrevista sin dificultad. Un hombre robusto y gris, con el
rostro quebrado y sin emoción saludó sin levantar la mirada de la mesa. El
Bocha intentó sacarle la confesión del hecho y lograr la ruptura en llanto del
reo, que le permita escribir sobre las aberraciones humanas, la culpa y el
delito. Pero no fue así. Como un gran actor, Ortellado, con un halo místico le
habló de sus hijos a quienes extrañaba, de la vida en la alcaidía y de Dios y
sus designios.
Domingo
no emitió palabra y, como un hipnotizador, horadó con su vista a Ortellado todo
el tiempo que duró la nota.
―Dios
escribe derecho entre renglones torcidos ―dijo el preso para concluir la
charla. Y el Bocha casi llegó a creerle. Al salir, ya respirando el aire helado
de la calle, invitó a Domingo un café en el centro.
Aunque sí fue el más resonante, no fue éste el
único homicidio que cometió con indescriptible detallismo Domingo, con el objeto
de darle más adrenalina a su vida. Sólo eso.Autor: @ConiglioFabian
La angustia de saberse ave y no poder volar. |
5 comentarios:
Hola Fabián! Recién leo tu cuento. ¡Muy bueno! Me pareció muy bien lograda la atmósfera. Igual, una sugerencia: me parece que el final (las dos últimas líneas) es un poco abrupto. La vuelta de tuerca está buena, pero no hace falta decirla de manera tan explícita. Así queda medio brusco. Quizás quedaría mejor si lo trabajás y lo dejás sugerido. Dejale al lector la posibilidad de pensar algo, no se lo des todo servido. En fin, una sugerencia. ¡Saludos!
Genio que bueno! Pero si vas mañana al taller tengo duda con el último párrafo "que cometió con indescriptible detallismo Domingo"
Gracias Nicolás y Dorita por los comentarios y sugerencias, desde luego serán tenidas en cuenta.
Gracias por leerme. Nicolás, aprecio tu sugerencia, que será aplicada. Dorita, cuando nos veamos lo charlamos.¡Saludos!
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