Aún no creo haber dominado plenamente
el método.
Comencé sin saber que estaba
encontrando un estado de conciencia distinto al de mayoría de los hombres.
Nací en un pueblo desahuciado de la
estepa patagónica, mirando al Atlántico. Lo que allí sobraba era horizonte. Me
hice experto en mirar. Era lo que sin querer hacía desde que me levantaba. Un
gran ventanal me abría todas la mañanas al mundo. Los rojos amaneceres de
invierno me encontraban a media mañana en la escuela. El cielo se pintaba de
blanco en las madrugadas de los veranos. Lejanos montículos de tierra gris
ondulaba el contorno del mar.
De niño jugaba a acercarme a las
estrellas sin moverme de mi ventana. Solía fantasear con ser el Principito o
Superman. Creía poder habitar el espacio sin moverme de mi casa.
Luego crecí y la razón me ocupaba la
mente casi todo el día. Pero cuando me descuidaba, la imaginación tomaba el
mando de mis sentidos. Retomé así mis juegos de niño.
Sin dejar de ser un hombre común, tuve
la necesidad de separarme de mi manada social para experimentar un vínculo más
libre con el universo. Inventé una actividad mental similar a la meditación.
Pero distinta. A este ejercicio lo llamé “traslación del punto de vista”.
Al principio me propuse hacerlo quince
minutos diarios. Terminaba con dolores de cabeza. Al poco tiempo ya necesitaba
por lo menos dos horas. Los dolores fueron pasando como cuando se empieza a
flexibilizar un músculo mediante el ejercicio.
Comencé por ubicar el eje de la visión
tres centímetros atrás de su sitio habitual. Me concentraba en cambiar el punto
de vista y, con esfuerzo retenía esa imagen unos pocos segundos. De esa manera
podía atravesar el globo ocular y percibir la acción de ver de mis ojos. Tardé
dos meses hasta que dominé esa técnica. Llegué
a tener un manejo voluntario en cualquier lugar donde estaba. Cuando me
aburría de alguna conversación me entretenía viendo a mi interlocutor alejarse
y acercarse tres centímetros.
Continué moviendo el eje de la visión
hasta cinco centímetros para arriba. Al principio podía mirar como desde las
cejas. Después me sentía una divinidad hindú, mirando por la frente. Al
comienzo era rara la sensación de modificar la percepción de la altura, pero
claro, yo no me hacía más alto, sólo era mi punto de vista el que se elevaba.
Hasta que me hice más diestro, tuve que cuidarme al subir las escaleras o bajar
algún desnivel. Quedé preocupado cuando me llevé el tenedor con fideos entre
los ojos. Al instante me di cuenta que tenía la mirada en la frente. Pero luego
incorporé mejor la conciencia de ubicación, por más que mi visión se alojaba en
otras zonas.
Después me fijé una meta más difícil:
mirar para atrás sin dar vuelta la cabeza. Esto me provocó fuertes migrañas los
primeros días, pero al cabo de un tiempo, como todo, se fue acomodando.
Orgulloso de mi nuevo logro podía manejar sin usar los espejos retrovisores. Al
lograr esta técnica, mis ojos físicos dejaban de enviarme información y, aunque
quien estaba frente de mí no notaba nada raro, el pestañeo era un poco más
lento y a veces entrecerraba los párpados.
Desde un comienzo, el motivo principal
era la experimentación. Con el correr del tiempo pasó a ser una necesidad. Así
fue como ante una meta lograda, me exigía una más compleja. Logré colocar la mirada
desde el hombro, el pecho, el muslo. Podía caminar y mirar como un enano o un
perro. Ubicar la mirada desde la rodilla me permitió mirar por primera vez mi
rostro. Estaba parado y con lentitud fui flexionando la rodilla derecha hacia adelante.
A medida que lo hacía, mi cerebro empezó a recibir la imagen de mi cara que
sobresalía del pecho como el sol al poniente montañoso. Debo reconocer que esa
experiencia me trajo algunos trastornos, hasta que logré reponerme. Lo que
estaba viendo era yo. Pero me veía desde otro lugar, casi afuera de mí.
Ese llegó a ser mi próximo objetivo.
¿Podría tomar el punto de referencia fuera de mí? Ya se me confundían no sólo
los espacios, sino también los tiempos. Las sesiones de ejercicios me
demandaban horas. Poco a poco fui perdiendo la noción de días y noches, de
arriba y abajo. Al hacerme más hábil en mi extraño talento, podía, como una
serpiente, mirar en segundos desde la nuca hasta la pantorrilla. Al decir
“segundos” podría estar refiriéndome a horas, incluso días. Eso no lo podría
definir con precisión.
Mi obsesión se pudo empezar a
concretizar cuando, al tomar una manzana, llevé mi punto de vista hasta la mano
que la sostenía y, obstruida mi visión con la fruta, la deposité sin soltarla sobre
la mesa. Después con cuidado fui alejando mi mano. Exultando de felicidad logré
ver cómo mis dedos se alejaban de mi vista. Acerqué mi rostro y amagué morder
la manzana. Me asustó ya que fue como ensayar morderme los ojos.
Ya no podía parar. A la manzana la
sucedió una diversidad de objetos. Pasaba el día mirando desde puntos de vista
cada vez más disímiles.
Sin ir más lejos, en este momento estoy esforzando la vista para distinguir, desde la lámpara del techo, estas letras que estoy escribiendo. No obstante, mi médico insiste en diagnosticarme ceguera.
Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com
1 comentarios:
En este relato el autor abre el juego al universo de sensaciones y percepciones de la cual es preso su personaje. En realidad, el personaje se encuentra en total libertad para ensayar distintos puntos de visión que van conforme se desarrolla la narración.
De manera casi obsesiva, el personaje se adueña de todas sus capacidades perceptivo-visuales y va llevando al lector a un mundo de oscuridad negada.Con un final inesperado, el autor cierra su relato...
Leer "Desde donde se lo mire" es un complejo esfuerzo por percibir la realidad utilizando múltiples puntos de vista. Excelente!!
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