LA OTRA PLACENTA

Mi problema no es con el tiempo. Tengo de sobra. Lo que no logro conquistar desde mis cuatro años, es el espacio.
Un gentil plástico celeste, traspasado  por el sol de una tarde de verano, se hizo ataúd.
Fue como ganarme la posibilidad de ser nadador dentro de otra placenta. Aunque a esa edad uno no hace planes, lo que menos me imaginaba era que desde ese día cambiaría mi vida.
Mi madre se lo pregunta todas las mañanas. Yo ya lo tengo asumido. Ella no entiende que al congelarse mi reloj, le gané la batalla a la decrepitud, esa que ella está perdiendo. Hoy el tiempo es mi aliado.
Mi primer trauma debe haber sido el día que fijé mi fecha de cumpleaños. Y el último trauma, sin dudas, fue el de esa tarde de marzo.
¿Cómo se prepara uno para un momento como ese? Pensándolo a la distancia, creo que no se lo puede prever. Por ejemplo, mi hermana. Ella tenía un año. ¿Como le explico a una nena de un año lo que va a ocurrir? Hoy ya lo superó, es una mujer hecha y derecha. Aunque sé que me extraña, yo la visito casi todos los días. Creo haber estado en los momentos más importantes de su vida. Y ella lo sabe. Pero a una nena de un año es imposible.
Esa tarde el sol calentaba de una manera especial. El patio trasero era nuestro mundo. Habíamos estado jugando toda la mañana. Mi hermana me seguía entre los arbustos del fondo. Mi papá había cosechado algo de la huertita. Era un patio enorme. El tejido que nos dividía con el vecino de atrás estaba encarnado en un paraíso majestuoso. Había además una higuera y un damasco. A la izquierda, tomates, zanahorias, acelga, lechuga, bien no me acuerdo. Ahora parece un baldío. Lo alquilamos. Mi familia se mudó.
A mis cuatro años no teníamos ducha. Hoy suelo jugar a ver cómo me traspasa esa lluvia artificial de cualquier baño. Esa tarde, poco después de almorzar, volvimos al patio con mi hermana para seguir jugando. Reía porque ella quería ir a toda costa a jugar con el barro de los surcos de la huerta. Mi mamá le explicaba con paciencia que no podía ir allí porque se iba a ensuciar. Era lo que precisamente ella quería hacer. Al rato veo que mi mamá saca al patio el fuentón grande, el celeste. Con la manguera lo carga un poco y después vuelve con la pava humeante. Descarga todo su contenido en la enorme palangana y mientras mezcla el agua comprobando su temperatura, me llama para bañarme.
Que yo recuerde, siempre tuve calambres. Una vez me llevaron al doctor porque jugando, me había quedado la cara pegada al hombro. Me asusté al quedar con la cabeza torcida. No recuerdo qué me hicieron esa vez, pero al día siguiente ya me podía mover como siempre.
Mientras me bañaba en el patio, mi hermana quería jugar con el agua. Mi mamá la retaba porque se iba a salpicar su ropa. El fuentón era celeste y enorme. El sol hacía brillar el agua como si ella tuviese luz propia. Jugué a esconderme para que mi hermana riera. Me sumergía y aguantaba todo lo que podía. A veces aguantaba más, pero levantaba la cabeza cuando a trasluz del plástico veía acercarse a mi hermanita, para que no ser moje, pensaba.
El calambre me vino cuando mi mamá entró a buscar la ropa limpia.
Me sumergí de nuevo, pero esa vez no pude levantarme. La silueta de mi hermana oscureciendo la pantalla celeste, fue la última imagen impregnada en mis retinas.


No tengo problemas con el tiempo, al contrario,  conservo aún la frescura de niño. Lo único que no pude resolver hasta hoy es la soledad de no poder encajar en el espacio.

Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com 


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