LOS VIAJES DE ISMAEL


Ismael no era de esas personas fáciles de olvidar. Alto, colorado y lampiño. De dientes desprolijos y amarillos de tabaco, que salpicaban convincentes cuando defendía alguna postura política. Mordía las palabras de tal forma que las sílabas sangraban de convicción.
Su saco marrón no tenía edad ni modas, al igual que su rostro aniñado y añejo.
Solía frecuentar bares que parecían tugurios, desde los cuales se engendraban teorías neo-marxistas o poesías desgarradoras de pasión.
Las vénulas de sus ojos se henchían en el fragor de las discusiones trasnochadas y las cejas anárquicas acompañaban los tamborileos de su puño derecho golpeando la mesa.
Hacía rato que no aparecía por “El Viejo Fuelle”, el lugar de encuentro de los exiliados europeos de la última guerra. Nadie supo cuántas horas se necesitaban para poder exorcizar la masacre, así que le dedicaban noches enteras a contar experiencias de bombas, muertes y exterminio. Los más viejos iban muriendo, como si eso fuera lo que cerraba sus heridas de guerra.
Su ausencia llevaba más de un año. Es que Ismael era así. Desaparecía de sus circuitos habituales, construyendo nuevos vínculos y lugares. Luego de un tiempo, cuando podía, retomaba a sus viejos espineles, poblado de nuevas ideas. Era bueno para irse. Pero le costaba horrores regresar. Por eso casi nunca lo hacía.
Lisandro, el dueño y mecenas de “El Viejo Fuelle”, se sorprendió al girar de su silla habitual y ver ingresar después de tanto tiempo al viejo lobo de mar, con sus colmillos afilados y cargando un pesado bolso. Todos los de la mesa se callaron sorprendidos.
Ismael se sentó como si nada. Mirando alrededor, sin mover un músculo facial, balbuceó:
─Aprendí a dibujar mandalas.



Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com

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