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EMANACIONES

Algunos suelen tener dificultades para dormir, otros, astigmatismo, otros desafinan demasiado.
El caso de Emmanuel se complicó porque no hacía nada para neutralizar o mitigar su problema. Desafinar en tu casa está permitido, pero querer liderar un conjunto de cumbia, agrava el síntoma.
La desafinación no era la dificultad que acompañaba a Emmanuel. Lo era la hiperhidrosis, o sea, la  excesiva sudoración. En su caso, la falta de aseo y cambio de ropa, le producía un constante olor emanado sobre todo por las axilas.
Emmanuel era un adolescente tardío cuando lo conocimos. Compartíamos con él una actividad que prefiero no mencionar para no develar su verdadera identidad. La experiencia de no poder hablar cerca suyo, debido a que dicha actividad nos implicaría respirar, no era lo más terrible. Lo peor era imaginar su olor nauseabundo cuando se rascaba la cabeza grasosa. Sólo eso nos descomponía. Porque bastaba con olerlo la primera vez para quedar impregnado en la memoria.
Como a nosotros, lo mismo le había ocurrido a todos los que en algún momento se habían tenido que relacionar con él.
Ya joven, lo volvimos a encontrar, claramente desmejorado. Era imposible, aún en un espacio abierto, no taparse la nariz para evitar dar arcadas.
Un tío suyo, quien tiempo después vino a mi negocio, me comentó que su sobrino era sereno y trabajador, pero cuando alguien de la familia le indicaba que se debía bañar, se transformaba en una fiera, y durante semanas se encerraba en su pieza.
Cuando por fin salía, su madre ventilaba y limpiaba el cuarto, pero esto también lo ponía de mal humor, por lo tanto, hacía rato que nadie entraba a esa curva. Cada vez que abría la puerta, al olor rancio de su piel, se le agregaba la humedad y la putrefacción de ropa vieja, restos de comida y orín que fermentaba allí adentro.
Trabajaba en el mercado central. Aunque su familia tenía solvencia económica, a él le hacía bien salir de su casa, aunque nadie se le acercaba. Algunos verduleros, evitaban comprar cajones de frutas que había descargado Emmanuel, porque decían que el olor los acompañaba hasta su negocio, provocando la baja en las ventas del día o algún que otro vómito a limpiar entre las verduras que ofrecían. Otros, más benévolos, no se fijaban en eso y limpiaban con cuidado los cajones con líquidos especiales.
El hedor ácido era tan fuerte que no se podía entender de qué manera Emmanuel anulaba su olfato para convivir consigo mismo. El barrio entero ya sabía cómo sortear su contacto, y era común ver a padres responsables cruzar a media cuadra la calle para proteger a sus hijos de convulsiones gástricas.  Así, más de uno justificó arriesgar a su prole a accidentes de tránsito.
Pero, grande fue nuestro asombro cuando de un día al otro, lo vimos a Emmanuel del brazo de una chica. Una joven generosa en carnes, y con una amplia sonrisa que provocaba carcajadas de sólo verla. Algunos decían que era una antigua compañera de la infancia, que se había ido a vivir con sus tíos no lejos de aquí. De todas formas, pensamos que en este caso el amor no padecía de ceguera, pero sí de anosmia.
Desde allí era común ver a la pareja feliz caminar por el muelle, sentarse en el pasto de la plazoleta Soler, tomar un helado o simplemente charlar y reír.
Como otras especies animales, que usan su olor para espantar, otras lo hacen para seducir.  En Emmanuel parecían haberse fusionado ambos objetivos.
Se nos había hecho tan natural ver a lo lejos a Emmanuel adosado a su olor y a su novia, que no nos asombró enterarnos que el sábado se iba a celebrar la boda en la capilla del barrio.
Fuimos, ya que no había otra distracción ese día. Nunca habíamos visto a Emmanuel así presentado: bien vestido, peinado, bañado y liberado de su disfraz de zorrino muerto. Por el contrario, se lo veía feliz, esperando frente al altar a su amada. Sus padres, que tanto habían sufrido por él, hoy suspiraban de alegría y consuelo.
De pronto, la grabación del órgano indicó que por la puerta central se acercaría la novia. El padrino, escoltándola, saludaba silencioso con un minúsculo ademán de su cabeza, mientras ingresaba en cámara lenta.

Al llegar al altar, la novia se detuvo frente a Emmanuel y lo miró con detención. Dejó de sonar el órgano y, tras un segundo interminable de silencio, la pobre muchacha salió corriendo hacia afuera, ventilándonos con la cola de su vestido, el exquisito perfume que Emmanuel portaba.

Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com



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LA OTRA PLACENTA

Mi problema no es con el tiempo. Tengo de sobra. Lo que no logro conquistar desde mis cuatro años, es el espacio.
Un gentil plástico celeste, traspasado  por el sol de una tarde de verano, se hizo ataúd.
Fue como ganarme la posibilidad de ser nadador dentro de otra placenta. Aunque a esa edad uno no hace planes, lo que menos me imaginaba era que desde ese día cambiaría mi vida.
Mi madre se lo pregunta todas las mañanas. Yo ya lo tengo asumido. Ella no entiende que al congelarse mi reloj, le gané la batalla a la decrepitud, esa que ella está perdiendo. Hoy el tiempo es mi aliado.
Mi primer trauma debe haber sido el día que fijé mi fecha de cumpleaños. Y el último trauma, sin dudas, fue el de esa tarde de marzo.
¿Cómo se prepara uno para un momento como ese? Pensándolo a la distancia, creo que no se lo puede prever. Por ejemplo, mi hermana. Ella tenía un año. ¿Como le explico a una nena de un año lo que va a ocurrir? Hoy ya lo superó, es una mujer hecha y derecha. Aunque sé que me extraña, yo la visito casi todos los días. Creo haber estado en los momentos más importantes de su vida. Y ella lo sabe. Pero a una nena de un año es imposible.
Esa tarde el sol calentaba de una manera especial. El patio trasero era nuestro mundo. Habíamos estado jugando toda la mañana. Mi hermana me seguía entre los arbustos del fondo. Mi papá había cosechado algo de la huertita. Era un patio enorme. El tejido que nos dividía con el vecino de atrás estaba encarnado en un paraíso majestuoso. Había además una higuera y un damasco. A la izquierda, tomates, zanahorias, acelga, lechuga, bien no me acuerdo. Ahora parece un baldío. Lo alquilamos. Mi familia se mudó.
A mis cuatro años no teníamos ducha. Hoy suelo jugar a ver cómo me traspasa esa lluvia artificial de cualquier baño. Esa tarde, poco después de almorzar, volvimos al patio con mi hermana para seguir jugando. Reía porque ella quería ir a toda costa a jugar con el barro de los surcos de la huerta. Mi mamá le explicaba con paciencia que no podía ir allí porque se iba a ensuciar. Era lo que precisamente ella quería hacer. Al rato veo que mi mamá saca al patio el fuentón grande, el celeste. Con la manguera lo carga un poco y después vuelve con la pava humeante. Descarga todo su contenido en la enorme palangana y mientras mezcla el agua comprobando su temperatura, me llama para bañarme.
Que yo recuerde, siempre tuve calambres. Una vez me llevaron al doctor porque jugando, me había quedado la cara pegada al hombro. Me asusté al quedar con la cabeza torcida. No recuerdo qué me hicieron esa vez, pero al día siguiente ya me podía mover como siempre.
Mientras me bañaba en el patio, mi hermana quería jugar con el agua. Mi mamá la retaba porque se iba a salpicar su ropa. El fuentón era celeste y enorme. El sol hacía brillar el agua como si ella tuviese luz propia. Jugué a esconderme para que mi hermana riera. Me sumergía y aguantaba todo lo que podía. A veces aguantaba más, pero levantaba la cabeza cuando a trasluz del plástico veía acercarse a mi hermanita, para que no ser moje, pensaba.
El calambre me vino cuando mi mamá entró a buscar la ropa limpia.
Me sumergí de nuevo, pero esa vez no pude levantarme. La silueta de mi hermana oscureciendo la pantalla celeste, fue la última imagen impregnada en mis retinas.


No tengo problemas con el tiempo, al contrario,  conservo aún la frescura de niño. Lo único que no pude resolver hasta hoy es la soledad de no poder encajar en el espacio.

Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com