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EL LECTOR PLAGIADO


Como todas las mañanas, fiel a mis ritos de soltera, después de asearme y tomar mis dos vasos de agua en ayunas, le dedico quince minutos a la cinta. Me doy una ducha. Cuelgo la ropa deportiva en el vestidor para que se oree. Desayuno, tomo las llaves que dejo junto a la pecera y salgo al trabajo. Visto el atuendo propio de la oficina, que en mi caso está siempre impecable. Soy el centro de las bromas debido a mi pulcritud extrema, pero esto lo tomo más como un halago. Me permite asegurar que en nuestro lugar de trabajo haya limpieza. También cuento con el aporte de Rita, que, aunque no es tan obsesiva como yo, es la que colabora con esencias y aromatizantes de muy buenos sabores. De Mateo y Linares no se puede esperar mucho. Propio de hombres. No tienen sentido estético y les da lo mismo trabajar en un vaciadero que en un ambiente limpio.
De camino a la oficina paso por el supermercado.
Como me había olvidado de comprar cereales con frutas secas, me dirijo a las góndolas respectivas. Descubro horrorizada que la punta del zapato derecho está manchada de barro. Pienso que en el auto tengo pañuelos de papel para poder limpiarlo. Cuando tomo dos bolsas del cereal elegido escucho hablar a mis espaldas.
―Papá, ¿me comprás caramelos?
No me asombra escuchar semejante pedido, debido al lugar en el que estoy, hasta que me sorprende un tironeo en el brazo.
―Dame de estos.
Veo que la niña trata de seducirme con su ternura espontánea, mientras sostiene como antorcha un paletón multicolor.
―Dale, no seas malo papá ―me insiste.
Le contesto que no y me doy cuenta que mi voz cambió. Ya refleja la de un hombre que, aunque con un timbre algo aflautado, mantiene un registro varonil. Miro mi mano con las bolsas de cereales y el grosor y tamaño de mis dedos, como así también el vello que cubre el brazo, corresponden al padre de esta niña. Al menos eso presumo.
Voy a la caja entre perturbada e incrédula mientras veo que la niña me sigue como si fuera mi hija.
Mientras camino, paso por la heladera de bebidas y veo que refleja el rostro de un hombre de treinta y cinco años, que ahora soy yo.
La tomo de la mano al salir para poder cruzar la calle. Por alguna extraña razón descuido ir al auto que estacioné al entrar al supermercado.
Me entero que me llamo Damián porque me saluda el vecino de la casa donde entro. Me Recibe mi esposa y me indica que me olvidé de traer el rebozador para milanesas. Son casi las nueve de la mañana.
Dicho esto me saluda y sale. Supongo que a trabajar. Micaela, tal es el nombre de mi hija, me pide mirar televisión pero yo le digo que primero haga la tarea.
Me obedece y le pido que me llame a las once. Me recuesto aunque sea dos horas, ya que recuerdo que había trabajado en el turno de la noche. Sin quitarme las zapatillas me desplomo en la cama.
―Apurate que no van a llegar –me dice mi esposa. Me lavo la cara y encuentro la mesa preparada y a Micaela vestida para la escuela.
Mientras almorzamos le digo a Iris que estuve pensando que para estas vacaciones podríamos ir a la playa, después de haber ido dos años consecutivos a las sierras. Mica golpea en la mesa con los cubiertos diciendo con euforia que quiere salir ya mismo de vacaciones.
Subimos a la camioneta y la llevo a la escuela.
Faltando algunas cuadras, un operativo policial retrasa el tránsito. Cuando llega mi turno, un oficial me pide los papeles del auto.
Una gota de sudor que cae por mi rostro me obliga a tocarme la sien y noto con sorpresa que tengo puesto un gorro de uniforme. Un calor sofocante me distrae de la perorata que ese hombrecito sin cuello me dispara desde su camioneta mientras le devuelvo sus documentos.
Señor, son controles de rutina. Entiendo que lo retrase un poco para dejar a su hija en la escuela, sin embargo comprenda que estos operativos los hacemos para la seguridad de la población ―le digo, y el hombre asiente resignado con la cabeza.
Durante el resto de la tarde secuestramos tres autos, pero por suerte no pasó nada más. Recordamos la cara que puso Tolosa, en el asado que organizamos en el casino de suboficiales, cuando tomó el vaso de vino al que le pusimos vinagre. Después de verificar la documentación vehicular de una veintena de coches más, volvemos a la base, cuando ya había mermado el calor.
Al bajar del patrullero, frente a la comisaría, una mujer me pregunta dónde debe sacar el certificado de domicilio. Le respondo y me agradece.
Busco en mi cartera si tengo los documentos y al levantar la vista veo delante de mí al policía que sube los peldaños de la entrada. Regreso al auto. Estoy muy cansada. Llegado a fin de mes, el trabajo de la oficina se hace inhumano. Pero hoy me envuelve un cansancio distinto.
Regreso por fin a mi departamento. Está como lo dejé. Con los talones me quito los zapatos y descalza le doy de comer a los peces. Me miran como si me hubiesen extrañado. Ellos también se acostumbraron a mis rituales.
Me baño, cuelgo la ropa de la oficina y me pongo algo cómodo.
Apago el silencio con algún programa de televisión.
Percibo que el de hoy fue un día raro.
Ceno, apago la tele y me siento a leer.

Quedo perpleja al descubrir que alguien que firma como de Fabián Coniglio me robó el cuento que ahora estoy leyendo.


Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com