Todo
pasó muy fugazmente. Como el viento. Y algo se trajo consigo. Eso que sólo
puede traer el viento.
I
Cuando
los vecinos llamaron a la policía, ya era una verdad a gritos en el Barrio
Nueva Esperanza: Don Espíndola estaba muerto. Tres indicios así lo
semblanteaban: las palomas que delante de su casa esperaron por cuatro días las
infaltables lloviznas de maíz que finalmente faltaron; un presagio de muerte que
entre risas y sorna comentó Espíndola la semana pasada en el almacén de don
Cuevas; y el aullido parco y agudo de “Cometa”, su perro faldero, que velaba el
blanco reposo de su anciano amo.
II
―¿Vas
a acompañarnos?- preguntó a Benjamín con mirada picarona Ethel, la moza más
simpática que se podría conocer en esos días en Gallegos.
Benjamín,
que por ser tímido pero muy inteligente se daba cuenta ―o al menos eso
interpretaba― que Ethel no era sólo una compañera de curso, ni su mejor amiga,
sino su alma gemela, no quiso dejar pasar la oportunidad para emprender una
aventura épica con tal de no despegarse de ese encanto.
―¡Obvio!
Me cambio las zapatillas y estoy. Y así nomás esa tarde el viento cargó los
pulmones de Benjamín para acompañar a Ethel y sus dos hermanos, Marcos y Juan
por las calles impregnadas de escarcha para pedir casa por casa libros que
quieran donar para la nueva biblioteca del pueblo.
III
La
casona pretendió ser el lugar seguro para refugiarse en la lectura pero con los
meses se convirtió en sala de primeros auxilios ya que el hospital quedaba a
trasmano y la mamá de Ethel era enfermera y conseguía lo necesario para
curaciones y emergencias. Benjamín fue un maestro improvisado para ayudar dos
horas por día a los chicos que lo requerían. No faltó don Pascual que se sumó
para enseñar a tocar el acordeón los sábados. Eso alentó a Doris a abrir sus
clases de danzas folklóricas. El año de las grandes nevadas quedó en el
recuerdo de Ethel y Benjamín porque en el vidrio de la ventana principal de la
biblioteca sellaron con un tenue soplido condensado y dos dedos, un corazón.
IV
Autoridades
todas y público en general, ―dijo el intendente a punto de emocionarse― para
terminar este homenaje les quiero leer
unas palabras de despedida que nuestro buen vecino nos quiso dejar:
“Así
como el viento ayer me trajo, el viento hoy me lleva. Mi padre me contaba que
su recuerdo más nítido al llegar a Gallegos fue el viento de ese verano que le trajo
el sol en la cara. Me dijo que ese aire con alma se le impregnó en la piel para
siempre. A Ethel la conocí en un recreo de mucho viento, cuando le alcancé el
boletín de calificaciones que se le voló atravesando el patio de tierra. Ese
día descubrí la sonrisa más hermosa del mundo. Sólo nunca hubiera podido vencer
la timidez. El viento me desafiaba a encerrarme. Pero lo domé y le gané la apuesta. Dejándome
rozar por el viento hice amigos, conocí el amor, valoré la palabra dada,
aprendí a comprometerme y a mejorar este mundo que entre vientos nos acerca,
nos aleja, nos lleva, nos trae. Sé que pronto voy a morir. Me lo susurra el
viento. Ya me quiere sembrar de nuevo el muy pillo. Y feliz y pleno quiero ser
enterrado para ganarle la batalla final a ese que nos mueve”.
La
placa de la Biblioteca Popular “Ethel Barrionuevo” por fin estaba completa: a
su derecha se atornilló la de “Benjamín Espíndola”. Porque morirse habiendo sembrado
no es morirse, sino brotar en el pueblo.
Autor: @ConiglioFabian
Acción permanente, en la quietud. Patagonia. Argentina. |
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