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EL GALPÓN DE LOS MURALES

Enríquez creyó haber tenido la fortuna de los grandes inversores. Los números le cerraban y los pronósticos eran halagüeños. Al mes siguiente se le vencía el contrato de alquiler del salón de ventas que estoicamente sostenía en la avenida principal. Al ser un alquiler tan alto, casi no le producía ganancias. El galpón del barrio Echesortu, que  durante décadas había sido un centro cultural estaba en oferta. Con decir que con seis meses del alquiler anterior podría saldar la compra. El motivo del abandono de tan buen inmueble remitía a historias pueriles y tontas supersticiones. Eso, a un comerciante como Enríquez no le afectaba. Al contrario, le había permitido conseguir una oferta inmejorable. Al ser un galpón tan amplio, ya tenía comercios que alquilarían locales internos. Negocio redondo.
El barrio Echesortu no era de gente adinerada, pero carecía de un centro comercial que ofrezca a sus vecinos variedad de productos. Enríquez aportaría la oferta mayoritaria en ropas y calzados y otros comerciantes sumarían otros rubros tales como farmacia, electrónica y bazar. Por otro lado, a pocas cuadras se estaban construyendo dos barrios de viviendas.
Enríquez fue a ver con el arquitecto y el agente inmobiliario el famoso galpón.
-Hay electricidad pero faltan todos los focos y tubos, así que algunas partes se verán en penumbras. –dijo excusándose el agente.
Recorriendo el local vieron dos paneles que separaban en tres partes iguales el largo del galpón, que llegaba a cincuenta metros de fondo. Enríquez hablaba con el arquitecto pensando en derribar dichos paneles y disponer con construcción en seco, alrededor de todo el galpón, cinco locales por lado y uno extenso en el fondo.

Cuando entraron al sector trasero se sorprendieron al ver cuatro majestuosos murales que ilustraban cada pared del piso al techo. En la pared del fondo, la que vieron de frente al entrar, dominaba una escena onírica propia del pincel de Dalí, llena de objetos y cuerpos deformados y sugerentes. En uno de los costados se admiraban escenarios selváticos poblados de distintos animales autóctonos. En la pared opuesta, un amplio cielo lleno de gaviotas apostado en límpidos mares turquesa y una granulada playa tropical. En la pared que les quedó detrás, al darse vuelta, descubrieron que estaba estampado un mural  con una escena bélica medieval, en donde un ejército de hombres combatían en inferioridad de condiciones contra un dragón de dos cabezas. Una de estas, altiva, tiraba fuego a un grupo de guerreros, y la otra cabeza, agazapada por debajo, miraba  amenazante dispuesta a atacar. Justo en el sitio donde estaba dibujada su boca, apenas se distinguía la puerta cerrada por donde los tres hombres habían entrado. Bastó abrirla para entender el maleficio.


@ConiglioFabian
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No tuvo agallas hasta que empezó a hacerlo.

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AÑOS EN ESPERA

-Leí que te pueden escuchar. Por eso les hablo. –le dijo Vilma a su padre.
Despegó su nariz del lombricario de vidrio que ocupaba medio hall trasero de la casa. La inacción del rostro del viejo no se debió a un desinterés por la teoría de su hija, sino a que ya no tenía la lucidez mínima para sostener los conceptos.
-El doctor dijo que tomes sol pero no a esta hora, dejame que te corra a la sombra –resopló mientras con fuerza de albañil corrió al anciano frente al lombricario con silla y todo.
-A ellas les gusta la humedad y la sombra. Así son felices. Sobre todo este tipo de lombrices californianas. ¿Viste el marlo que dejé la semana pasada? Si mirás bien de cerca notás cómo lo están desarmando.
El viejo quería seguir mirando los malvones, que tanto le recordaban a su esposa cuando vivía, pero en esa posición sólo descubría su reflejo inexpresivo por la vidriera de tierra. Al rato carraspeó y Vilma entendió que su padre pedía agua.
-Me dijeron que  las lombrices tienen memoria. ¿Será cierto? Yo no creo. Y si las tuvieran, ¿de qué les sirve? –continuó la mujer con su soliloquio.

Vilma, con su adultez postergada, acompañó a su papá, esa última tarde, como todas las anteriores.

@ConiglioFabian
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Hoy ya no soy nadie,
pero por mucho tiempo fui su amigo imaginario.

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EL CLAVO

Un hombre, por caso llamado Juan, encuentra un clavo en la calle. Lo levanta y lo analiza con cuidado. Trata de captar su diámetro y compararlo mentalmente con el orificio que tiene el picaporte de la puerta del depósito de su casa. Pero descubre que es probable que este clavo no entre.
¿Limarlo hasta que calce? No sé. Doblado no está. Por ahí me sirve para otra cosa. Podré reforzar una tabla del cerco del jardín. También podría ser para...

Otro hombre, por caso llamado Pedro, encuentra un clavo en la calle. Sin detenerse lo patea para que llegue al cordón. Al entrar a su casa escucha en la radio:

“Hace instantes, un hombre, cuya identidad se desconoce, ha sido atropellado en la vía pública. El occiso tenía en su mano un clavo. Se supone que la víctima atravesó la acera con intenciones suicidas.”

@ConiglioFabian
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El sol golpeaba en la playa.
En mi soledad de náufrago me sentí acompañado por la arena.
Al igual que los otros náufragos.

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EL SACO

Esta es la historia de un saco. Un saco centenario. Pero sorprendentemente siempre nuevo. Como todos sabemos, la piel se regenera hasta cierto punto, y siempre quedan cicatrices que muestran que en esa zona algo ocurrió. Pero este saco, a la par que se lo dejaba reposar –a veces horas, días, meses o años- se podía auto-renovar. A nadie se le ocurrió hacer una investigación de laboratorio para analizar la composición química de los hilos que formaban los tejidos del género, quizás por el descreimiento propio de las ciencias fácticas. Es mejor negar el fenómeno. Habiendo tecnología suficiente para filmar los movimientos microscópicos que los entrelazados hilos iban dibujando, nadie puso sobre la mesa esta posibilidad.
Por un lado algo era cierto: cuando el saco está en uso, quien lo tiene no permite que se lo analice, ya que se podría poner en evidencia el mal uso que esté haciendo de él. Además implicaría tener que disponer de un tiempo sin el saco, cosa que se hace casi imposible, sobre todo en días festivos y en actos inaugurales. Y cuando alguien accede al saco en desuso, hasta ahora la inmediatez de ponérselo hizo imposible analizar las roturas anteriores y su remodelación mágica.
En realidad esta consideración de “mágica” la hacemos nosotros, que lo vemos desde afuera, pero para aquellos que tienen cercanía con el saco, todo lo ven con naturalidad. Es lógico, si no, no estarían allí.
Lo que no se puede decir, es que el saco marca tendencia. En realidad la tendencia la marca quien hace uso de él. Lleva poco más que dos siglos de antigüedad, que en nuestro caso es sinónimo de vigencia. Porque este saco es único y no deja de estar de moda. Al menos éste saco. Si él pudiera hablar –cosa que como sabemos todos, no hacen los sacos- sin duda nos inundaría de anécdotas disparatadas, muchas más de las que ya conocemos.
Algunos dejaron el saco tirado y se fueron sin dar explicación. Otros aniquilaron al usuario de turno para arrebatarlo por la fuerza. Otros lo consiguieron en buena ley, pero no daban con la talla: o le quedaba tan grande que no se le veían las manos, o tan chico que no se podían mover. Es un caso contrario a lo que ocurre en la tienda de ropas: parecería como que es el saco el que se prueba a los usuarios hasta dar con la talla. Más de uno estuvo todo el tiempo tratando de colocárselo y nunca daba con el modo, de tal manera que se le cayeron las cosas que estaban depositadas en los bolsillos porque intentó colocárselo con el cuello para abajo. Estuvieron los que se la dieron de progresistas y lo mantenían emperchado en el dedo índice por sobre el hombro, y ante los temblores, se les cayó sin más. La mayoría comenzó prometiendo mejorarlo, pero al tiempo, descuidadamente lo mancharon exponiéndolo a todo tipo de sustancias. Muchas veces fue desmembrado por tironeos entre dos o más contrincantes. Obvio, siempre se lo quedó el más fuerte.

Los hombres que se lo quieren poner, lamentablemente están acostumbrados a conseguirlo a cualquier precio. Pero sabemos que no es así, porque, si bien todavía persiste esta magia de la regeneración, no sabemos por cuánto tiempo más lo hará.

@ConiglioFabian
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Mientras fabricaba su miel,
la abeja envidiaba a la mariposa.

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LAURENCIO

A Laurencio lo iba a conocer ya viejo. Los relatos que me llegaron sobre él fueron quizá el imán que atrajo mi deseo por conocerlo.
Por eso viajé esa mañana hacia la cuenca. Mientras manejaba, el silencio del paisaje agreste y parco era lastimado por la correntada violenta del viento. El paisaje, vencido ante tal alud invisible, quedaba ciego y postrado, dando lugar a un amanecer majestuoso y pleno. Noble tarea la de ese monstruo silbante, achatar la tierra para mostrar el cielo. Esa pantalla inconmensurable dejaba imprimir en ella mil imágenes que proyectaba mi imaginación: Laurencio, el héroe de la mina carbonífera era, sin duda, su protagonista excluyente.
Aunque nunca lo había visto ni en diarios ni en libros, lo único claro que veía entre las nubes rojizas matinales era su rostro apacible y decidido. En torno a él fluctuaban escenas indefinidas que no hacían más que contornear  tridimensionalmente la estampa de este gladiador patagónico.
En un momento, tal vez alucinando, me pareció escuchar su voz, cuando una ráfaga atroz penetraba por los burletes de la ventanilla derecha del coche. Ese sonido me trajo al recuerdo otras voces, las voces de personas que fueron testigos indirectos de hazañas algo inverosímiles atribuidas a nuestro héroe. Por más inauditas que sean las historias tejidas, había algo de lo que no se podía dudar: para el pueblo, para el hombre de a pie, Laurencio encarnaba la realización de aspiraciones y anhelos de valor y entrega.
Mis pensamientos poblados contrastaban con la estepa desnuda que a medida que me llevaba deslizante a la meta, se accidentaba y desequilibraba deviniendo en un trampolín irregular y extenso.
¿Tendré la posibilidad de entrevistarme con Hilario Cárdenas? Este hombre, de estirpe pétrea y mirada luminosa era uno de los sobrevivientes del suceso de la Mina Uno, aquella que no llegó a ser tragedia gracias a la previsión de Laurencio. Don Hilario, hombre sexagenario, será fácilmente localizable en el pequeño pueblo, porque vivía en la casa de uno de sus sobrinos, quien tenía un comercio céntrico. Qué mejor que escuchar de sus propios labios el relato mágico y épico de aquel antiguo día frío de mayo. El latir de mi corazón se aceleró al darme cuenta que estaba transitando las últimas curvas previas a la entrada del poblado.
Estaba anocheciendo, así que opté por alojarme en la cabaña que había reservado. Una suave nevada me ofreció sus bienvenidas mudas pigmentando de cal el carbón del suelo que la ventana principal me dejaba ver entre sus cortinas corridas.
Tardé en dormir, en parte porque ese espectáculo parsimonioso requería de mí como su espectador solitario y en parte porque saqué de mi bolso la carpeta con los recortes periodísticos del acto heroico de Laurencio y los leí para no perder ningún detalle o referencia para el día siguiente.
Amaneció. El plan era simple: primero, ubicar a Hilario Cárdenas, el último de los sobrevivientes del  “Suceso de la Mina de 2001”, entrevistarlo y grabarlo; segundo, conocer al mismísimo Laurencio, en la casa de Delia Nieves Tolosa.
Mientras quitaba la capa de nieve que envolvía el coche descubrí que, si bien estaba nublado, la luminosidad de las calles y casas irradiaba más de la cuenta y esa nieve, paradójicamente, me daba una sensación de suave calor. Eso me animó a emprender los encuentros.
Para predisponerme mejor aún desvié unas cuadras hasta llegar al camino que da con la entrada de la antigua Mina Uno, mezcla de reliquia y panteón vacío. Sólo fue bajar del auto, caminar en silencio escuchando el crujido de la nieve apelmazarse debajo de mí en cada paso, con la cortina de fondo del viento tenue que hacía aullar los álamos lejanos. De repente repasé mentalmente la secuencia de lo sucedido hacía ya catorce años: seis obreros excavando, un Laurencio que percibe lo que iba a pasar y sin titubeos obliga con toda su fuerza a que los mineros que estaban bajo tierra abandonen espasmódicamente la mina, y el ruido atronador de la tierra que cede anulando aquellos hormigueros humanos. Finalmente las lágrimas de emoción de aquellos trabajadores que, sin querer, yo estaba replicando enfrente del lugar de los hechos. 
Fue fácil dar con el local comercial donde residía Hilario Cárdenas. Pero por quién sabe qué jugadas del destino o de la naturaleza, o de quién sea, o sin razón alguna, don Cárdenas, que estuvo los últimos tres meses con una fuerte dolencia coronaria, hacía cuatro días había fallecido.
Saludé respetuosamente a sus familiares pero no osé hurgar en los relatos que ellos conservaban en sus recuerdos para no pasar por inoportuno.
Mi segunda y última parada sería, nada más y nada menos que encontrarme cara a cara con el tan esperado Laurencio.
Me recibió doña Delia Nieves Tolosa en su casita pobre y limpia, ordenada y mínima. Su alegría serena atravesó con sus ojos las grietas de sus años. El pañuelo en su cabeza envolvía sus sienes blancas y su pelo gris. Me contó que Laurencio ya estaba en el crepúsculo de su vida. Me invitó a pasar a la sala para que lo pueda conocer. Y ahí lo vi. Ya ciego y postrado, tal vez percibió el motivo de mi visita y, sin salir de su sitio, movió confiado su cola.


@ConiglioFabian
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Nombrarte: mi primer acto de libertad.
Nombrarme: tu primer acto de amor.