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CÓMO SER UN CUENTISTA EXITOSO

Dado que he recibido innumerables pedidos de mis lectores, procederé a develar algunas consideraciones fundamentales para lograr el éxito en el arte de escribir cuentos.
Primero: leer con fruición cuentos de un escritor reconocido. Esto puede demandar desde veinte minutos hasta cuatro meses. Sugiero un término intermedio, por caso, dos días.
Segundo: dejar en maceración interna dichos cuentos. Para eso es imprescindible dejarse llevar por sus lógicas, los escenarios, las palabras, los recursos, los personajes, los ritmos.
Tercero: escribir un cuento como si dicho autor en cuestión tratara de cambiar de estilo. Esto debe hacerse, claro está, recurriendo a otros temas, a otros recursos y  a otros puntos de vista. Lo que usted escriba deberá ser igual o mejor que los escritos del autor elegido, ya que este, a diferencia de usted, está dotado de renombre.
Cuarto: repetir los tres pasos anteriores cambiando de escritor de referencia. La cantidad de autores, lógicamente, dependerá del nivel al cual quiera llegar.

Quinto: dé a conocer sus producciones sin humildad. En la medida que más se conozca su obra, a la par que tendrá más detractores, gozará a su vez de lectores adictos que hagan de usted un referente literario. Cuando sepa que escritores novatos lo han tomado como modelo para seguir estos pasos, sabrá que se ha convertido en un escritor exitoso. Si este método no le da resultado, como en mi caso, podrá inventar otro o bien dedicarse a la crítica literaria.

Autor: @ConiglioFabian

Una palabra vale más que mil imágenes.

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EL HOMICIDA

―Domingo, para cuándo la nota de la sentencia de la mujer degollada en la ría.
―De eso le quería hablar. Como ya está la condena firme, quería hacerle una nota al homicida. Si el diario quiere, claro. ―Aráoz, que siempre tuvo olfato editorial, por primera vez elogió para sus adentros al periodista más insípido de la redacción.
―Está bien. Si consigo la autorización judicial lo mando al Bocha. Pero pasame para hoy la nota de la condena.
―Si no le molesta, me gustaría hacer yo mismo el reportaje al preso.
―Pero vos sos bueno en sociales Domingo, con qué necesidad.
―Más de veinte años escribiendo sobre bautismos, casamientos, cumpleaños y sepelios. Creo que necesito adrenalina. Sólo eso.
Domingo Olivetti era bueno en lo suyo. El recoveco formado entre dos archiveros le servía de lugar de concentración, y sus paredes metálicas sostenían con simpáticas formas imantadas, apuntes, manuscritos, teléfonos y fechas. Aunque era uno de los más prolijos redactores, siempre le asignaban notas jurídicas y sociales muy poco interesantes. Había sobrevivido a distintos jefes con la constancia que sólo los hombres de bajo perfil tienen. Nunca había faltado al trabajo, ni siquiera el día que nació su hija, hacía ya veintiún años. Sus compañeros se habían enterado del nacimiento por una llamada que a los pocos días había hecho quien entonces era su suegro. Por otro lado, lo que tenía de obsesivo y meticuloso, lo tenía de pusilánime. Su madre, con quien había vuelto a vivir desde que se divorció, le decía entre bromas:
―Minguito, no entiendo cómo seguís en ese diario que chorrea sangre, siendo tan miedoso como sos.
Al igual que toda ciudad chica, Río Gallegos no se podía jactar, como las grandes metrópolis, de tener sucesos macabros cada semana. Y este homicidio, ocurrido hace ya cuatro años, era todo un estandarte de modernidad, del cual sus habitantes hacían alarde con una morbosidad encubierta.
El Bocha era el opuesto a Domingo. Con los vicios de Buenos Aires en la pluma, escribía sin tapujos ni prejuicios, haciendo de una riña de borrachos, una lucha armada con móviles políticos. Por un lado ya nadie en el pueblo le creía. Pero si se debía hacer una nota  con malicia y pulsión, él era el indicado.
***
―Oficial, la encontramos. Afirmativo, responde a las características. Debajo del puente roto en la ría. Desnuda, con los pies y las manos atadas. Degollada. Oká. Ya despejamos.
La mujer era la ex pareja de un diputado provincial. Si bien durante las primeras semanas se especuló con los móviles de la venganza o el despecho, el funcionario quedó desestimado de erróneas conjeturas al detener a Dino Ortellado, un gasista que había estado haciendo días antes, unos arreglos en la casa de la occisa.
Ya habían pasado cuatro años del homicidio. Por fin se firmó la sentencia.
El jefe de redacción le dijo a Domingo que había conseguido la autorización para la entrevista. La haría el Bocha, pero podía acompañarlo. Siendo la mejor opción que pudo abarajar, la tomó.
Ortellado tenía antecedentes de golpeador. Oriundo de una provincia del noroeste argentino, había llegado a la Patagonia para trabajar en una empresa que, en temporada baja, lo despidió. Su señora, que extrañaba el aire libre y las comidas abajo del árbol del patio, un día se volvió a su pueblo con sus hijos, dos bolsos y hematomas en la espalda.
Dino, después de un tiempo de abandonarse, retomó su oficio y en poco tiempo alternaba las noches de copas con los trabajos temporarios en domicilios particulares o pequeños comercios.
Accediendo al expediente de la causa, Domingo supo que las pruebas fueron contundentes. Una llamada anónima informó a la policía. Llegaron con la orden judicial, y al rato el cuchillo con manchas de sangre de la víctima había sido encontrado en la canaleta del techo del sospechoso.
Ya en una piecita minúscula y mal iluminada, el Bocha y Domingo esperaron que traigan al condenado. Aunque fue imposible conseguir que los dejen sin custodia, se pudo hacer la entrevista sin dificultad. Un hombre robusto y gris, con el rostro quebrado y sin emoción saludó sin levantar la mirada de la mesa. El Bocha intentó sacarle la confesión del hecho y lograr la ruptura en llanto del reo, que le permita escribir sobre las aberraciones humanas, la culpa y el delito. Pero no fue así. Como un gran actor, Ortellado, con un halo místico le habló de sus hijos a quienes extrañaba, de la vida en la alcaidía y de Dios y sus designios.
Domingo no emitió palabra y, como un hipnotizador, horadó con su vista a Ortellado todo el tiempo que duró la nota.
―Dios escribe derecho entre renglones torcidos ―dijo el preso para concluir la charla. Y el Bocha casi llegó a creerle. Al salir, ya respirando el aire helado de la calle, invitó a Domingo un café en el centro.
Aunque sí fue el más resonante, no fue éste el único homicidio que cometió con indescriptible detallismo Domingo, con el objeto de darle más adrenalina a su vida. Sólo eso.

Autor: @ConiglioFabian

La angustia de saberse ave y no poder volar.

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LA COLONIA

Sir Lumber Hopkins pertenecía a una casta influyente del reinado de Bartos. Poco podemos decir de su infancia, ya que al imaginarnos la de cualquier cortesano, habremos descrito la de él. Lo llamativo de su historia, que me inspira a relatarla, fue que, torciendo un destino predecible, se encaminó a imponer un nuevo orden de valores impensados para su época.
A pocos días de concluir el año 1286, el joven Lumber, descubrió que en un pasadizo secreto de su casa paterna ―aquellos que algunas familias disponían entre sus arquitecturas para protegerse de invasiones o catástrofes― había en un cofre, un libro manuscrito titulado “De las memorias de Fidelius Hopkins, cortesano del reinado de Bartos y de cómo dominar a los prójimos”. Dicho volumen estaba firmado por su joven hermano, Fidelius.
Leyó el libro hasta concluirlo a la madrugada. Con los ojos llorosos por los humos del candelero, ciñó el libro a su cinturón, por debajo de la pechera y, sin ser visto, se escabulló por el huerto trasero, dejando para siempre el hogar que lo había visto nacer. Quizás su lectura aceleró la decisión que, tarde o temprano, iba a tomar.

A escasas leguas de Bartos se había establecido una colonia de labriegos que despertaba sospechas. Algunos trascendidos referían que eran protagonistas de prácticas poco habituales. Aunque le dedicaban gran parte del día al trabajo de la tierra, al caer el sol, ―al decir de las malas lenguas― se reunían en asamblea para actuar unos ritos que no distaban en nada de la hechicería. De todas formas, ningún ciudadano de Bartos había participado y, cuando algún grupo de labriegos de la colonia caía a la feria del reino, siempre se habían mostrado afables. Lo que tenían de gentiles lo tenían de herméticos, ya que ante las preguntas indiscretas que recibían, sólo se limitaban a responder con generalidades que no aportaban datos mayores.
Lumber llegó a la colonia junto con el alba. Entrando al caserío vio una minúscula línea de humo que serpenteaba desde los leños ya apagados. Alrededor del fogón agonizante yacía una veintena de hombres dormidos que hedían alcohol de frutos fermentados.
―Has tardado más de la cuenta ―le espetó una anciana. Dicho esto, con un ademán lo invitó a entrar en su choza.
La vieja hizo unos conjuros extraños de ceniza, saliva y hojas secas delante del joven. Soplándole su aliento de alcohol, concluyó:
―Ahora sólo falta el otro.
Sin pedir muchas explicaciones, Lumber se adecuó en los siguientes días a las tareas de la colonia. En ella se sentía ubicado. Nadie le había preguntado quién era ni de dónde venía porque, a decir de ellos, “cada uno tiene sus motivos para estar allí”. Sus días, durante dos inviernos, consistieron en recolectar tres clases de frutos: uno similar a las moras, pero anaranjadas; otro como granadas más ovaladas y por último, una especie de grosellas. Otros recibían sus cosechas y las maceraban en cántaros diferenciados. Al atardecer recitaban cantos tántricos mientras los más fuertes traían troncos pesados dispuestos para la hoguera. Ya de noche, espantaban la oscuridad con los chispazos de fuego abrazador, mientras otros empalaban pequeños mamíferos como perros o hienas que, ya cuereados se cocinaban a la estaca. Recién ahí se terminaban los cantos que eran como letanías  improvisadas por los músicos de la aldea.
Los trozos de carne empezaban a pasarse de mano en mano. Las mujeres traían verduras en fuentes de barro que también se compartían. Sentados alrededor de la fogata, entre risas y cantos tomaban los brebajes etílicos mientras terminaban de comer.
Cada día se designaba un hombre para que, parado delante de todos, dirija la ceremonia. En ese instante, las risas desaparecían y un enorme sonido de diapasón humano pronunciando la eme, servía de colchón para que el hombre, en trance, con sus brazos en alto empiece a balbucear hasta articular una palabra. Esa palabra era la clave para que, acto seguido, de a uno, todos contaran al auditorio una historia.
―Viento.
―Cuentan los abetos centenarios que antes que el hombre exista, el viento dominaba, como un espíritu. Cuando no soplaba era el momento en el que estaba amasando los embriones de los seres que aparecerían. Cuando rugía, haciendo silbar las ramas más altas, era cuando esparcía las semillas de vida que germinaban por la tierra.
―Dolor.
―Mis abuelos, que están enterrados atrás de nuestra choza, se nos presentan cada vez que los invocamos. Ellos nos cuentan que su mejor maestro fue el dolor. Cuando mi abuela estaba por dar a luz a mi tía Luana, una infección la dejó sin poder moverse.
Así, cada noche, el guía de turno, inspirado por la energía de la asamblea, descubría la palabra que debía ser transformada en relatos. Al oírlos, los hombres expresaban con sus cuerpos y con sus ojos entrecerrados, los más dispares sentimientos. Algunos se paraban y danzaban en el lugar, otros reían y tantos otros lloraban. Aquel aquelarre de historias, influía de tal forma a sus miembros que los enfermos sanaban y no había entre ellos depresiones ni odios.
Lumber al comienzo no se destacaba por sus relatos. Pero al pasar las estaciones y al desteñirse su pelo, fue uno de los que transmitía mejor aquello que la colonia debía escuchar.
Cada vez que le tocaba dirigir la asamblea nocturna, su trance se caracterizaba por una amplia sonrisa de libertad. Siempre sus palabras eran alegres, frescas.
―Miel.
―Luz.
―Nacimiento.
Pero aquella noche, la última, su palabra fue “Cautiverio”.
Dicho esto, de entre la espesura del bosque, el crujir de ramas secas alertó a la colonia. Había llegado “el otro”. Ese que la anciana, hacía unos años, había vaticinado.
Lumber, salió de su trance. Se alegró al ver la visita imprevista. Se acercó para estrecharlo en un abrazo.
―Fidelius.
En ese encuentro, el otro hundió una daga en el pecho de Lumber. De un grito ordenó que un pelotón que lo seguía aprese a toda la aldea.
Lamber, tendido cerca de la hoguera, repetía “cautiverio… cautiverio”. De a poco volvió la sonrisa a su rostro.
―Libertad ―dijo. Y murió.
  
Todavía no les dije quién soy.  

Si no adivinan se los diré. Soy uno de los hombres de la colonia que, inspirado por el aire de la noche, las frutas fermentadas y la palabra del guía, les cuenta esta historia antes de dormir.

Autor: @ConiglioFabian

Pasar al bronce. Honor y castigo.

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EL VIENTO

Todo pasó muy fugazmente. Como el viento. Y algo se trajo consigo. Eso que sólo puede traer el viento.

I
Cuando los vecinos llamaron a la policía, ya era una verdad a gritos en el Barrio Nueva Esperanza: Don Espíndola estaba muerto. Tres indicios así lo semblanteaban: las palomas que delante de su casa esperaron por cuatro días las infaltables lloviznas de maíz que finalmente faltaron; un presagio de muerte que entre risas y sorna comentó Espíndola la semana pasada en el almacén de don Cuevas; y el aullido parco y agudo de “Cometa”, su perro faldero, que velaba el blanco reposo de su anciano amo.

II
―¿Vas a acompañarnos?- preguntó a Benjamín con mirada picarona Ethel, la moza más simpática que se podría conocer en esos días en Gallegos.
Benjamín, que por ser tímido pero muy inteligente se daba cuenta ―o al menos eso interpretaba― que Ethel no era sólo una compañera de curso, ni su mejor amiga, sino su alma gemela, no quiso dejar pasar la oportunidad para emprender una aventura épica con tal de no despegarse de ese encanto.
―¡Obvio! Me cambio las zapatillas y estoy. Y así nomás esa tarde el viento cargó los pulmones de Benjamín para acompañar a Ethel y sus dos hermanos, Marcos y Juan por las calles impregnadas de escarcha para pedir casa por casa libros que quieran donar para la nueva biblioteca del pueblo.

III
La casona pretendió ser el lugar seguro para refugiarse en la lectura pero con los meses se convirtió en sala de primeros auxilios ya que el hospital quedaba a trasmano y la mamá de Ethel era enfermera y conseguía lo necesario para curaciones y emergencias. Benjamín fue un maestro improvisado para ayudar dos horas por día a los chicos que lo requerían. No faltó don Pascual que se sumó para enseñar a tocar el acordeón los sábados. Eso alentó a Doris a abrir sus clases de danzas folklóricas. El año de las grandes nevadas quedó en el recuerdo de Ethel y Benjamín porque en el vidrio de la ventana principal de la biblioteca sellaron con un tenue soplido condensado y dos dedos, un corazón.

IV
Autoridades todas y público en general, ―dijo el intendente a punto de emocionarse― para terminar este  homenaje les quiero leer unas palabras de despedida que nuestro buen vecino nos quiso dejar:
“Así como el viento ayer me trajo, el viento hoy me lleva. Mi padre me contaba que su recuerdo más nítido al llegar a Gallegos fue el viento de ese verano que le trajo el sol en la cara. Me dijo que ese aire con alma se le impregnó en la piel para siempre. A Ethel la conocí en un recreo de mucho viento, cuando le alcancé el boletín de calificaciones que se le voló atravesando el patio de tierra. Ese día descubrí la sonrisa más hermosa del mundo. Sólo nunca hubiera podido vencer la timidez. El viento me desafiaba a encerrarme.  Pero lo domé y le gané la apuesta. Dejándome rozar por el viento hice amigos, conocí el amor, valoré la palabra dada, aprendí a comprometerme y a mejorar este mundo que entre vientos nos acerca, nos aleja, nos lleva, nos trae. Sé que pronto voy a morir. Me lo susurra el viento. Ya me quiere sembrar de nuevo el muy pillo. Y feliz y pleno quiero ser enterrado para ganarle la batalla final a ese que nos mueve”.
La placa de la Biblioteca Popular “Ethel Barrionuevo” por fin estaba completa: a su derecha se atornilló la de “Benjamín Espíndola”. Porque morirse habiendo sembrado no es morirse, sino brotar en el pueblo.

Autor: @ConiglioFabian

Acción permanente, en la quietud.
Patagonia. Argentina.