En este barrio era muy
común que los estruendos de una balacera distraigan la paz de los vecinos.
Luchito, para los más
desprevenidos, era tan sólo un borracho, un vagabundo que podría ser una
amenaza para los niños que iban a la escuela. Pero para nosotros era un poeta
urbano.
Con su rostro de corteza
de árbol disimulaba sus emociones. Vívidas y ancestrales. Por eso, al no poder
cambiar sus gestos, deshidratados por el alcohol, plasmaba frases y máximas con
carbón o ladrillos en los muros de los baldíos.
Tal vez un reloj interno
lo movía para estar todos los días a las tres de la tarde en la puerta de
servicio del restorán Libertad. Como un rito o una cábala, a los pocos minutos
se abría esa puerta y un bachero le entregaba una bandeja plástica con el menú
del día y alguna que otra fruta.
Acto seguido, Luchito se
sentaba en el umbral de la zapatería contigua, que a esa hora estaba cerrada.
Le demandaba alrededor de media hora el rito del almuerzo, porque, aunque sus
manos se confundían entre carbonilla y tierra, colocaba su campera sobre las
faltas para imaginar el mantel de una familia compartiendo unas pastas en
domingo.
Terminada la comida, sin
levantarse de su aposento de burgués, tomaba un poco de aire y, sin apuro,
armaba un cigarrillo con la bolsa de tabaco que el kiosquero no le hacía
faltar. Salvo el contexto, no había nada que lo diferencie de la bocanada que Churchill emanaba con su cigarro importado. Seguramente allí, entre humos y
sol, le venían las ideas que plasmaría en las paredes abandonadas.
Alrededor de las cuatro de
la tarde, como quien no quiere la cosa, se levantaba, se colocaba la campera y
se iba a orinar entre los arbustos de la plazoleta de enfrente.
¿Presagios del destino?, ¿capacidades
premonitorias? No lo sabremos. Lo cierto es que ese día, justo ese día, el
ritual de Luchito se vio modificado.
A las 15.23 un pibe abordó
a una pareja de ancianos que salían del restorán Libertad. A ella le arrebató
la cartera y a él, amenazándolo con un arma, le pidió el reloj y la billetera.
El pibe, nervioso, apretó sin querer el gatillo. El estruendo alertó a la
gente. Por suerte el impacto no dio en los ancianos, sino que fue a parar a
diez centímetros de altura de la puerta de ingreso de la zapatería de al lado.
El pibe salió corriendo y los ancianos fueron atendidos por los vecinos.
Mirando el orificio que
dejó la bala, pensamos que, de haber estado Luchito le hubiese perforado la
ingle, provocándole una agonía que terminaría con su vida de seguro camino al
hospital o a las pocas horas.
A nadie le gustaría morir
así.
Al atardecer vimos en el
baldío de los Castro una nueva inscripción de Luchito que decía: “Cuando te
llega la hora no te pregunta dónde te encuentra”. Al lado, cerca de unos
arbustos, yacía Luchito que, mansamente había muerto por un infarto.
Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com