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LOS VIAJES DE ISMAEL


Ismael no era de esas personas fáciles de olvidar. Alto, colorado y lampiño. De dientes desprolijos y amarillos de tabaco, que salpicaban convincentes cuando defendía alguna postura política. Mordía las palabras de tal forma que las sílabas sangraban de convicción.
Su saco marrón no tenía edad ni modas, al igual que su rostro aniñado y añejo.
Solía frecuentar bares que parecían tugurios, desde los cuales se engendraban teorías neo-marxistas o poesías desgarradoras de pasión.
Las vénulas de sus ojos se henchían en el fragor de las discusiones trasnochadas y las cejas anárquicas acompañaban los tamborileos de su puño derecho golpeando la mesa.
Hacía rato que no aparecía por “El Viejo Fuelle”, el lugar de encuentro de los exiliados europeos de la última guerra. Nadie supo cuántas horas se necesitaban para poder exorcizar la masacre, así que le dedicaban noches enteras a contar experiencias de bombas, muertes y exterminio. Los más viejos iban muriendo, como si eso fuera lo que cerraba sus heridas de guerra.
Su ausencia llevaba más de un año. Es que Ismael era así. Desaparecía de sus circuitos habituales, construyendo nuevos vínculos y lugares. Luego de un tiempo, cuando podía, retomaba a sus viejos espineles, poblado de nuevas ideas. Era bueno para irse. Pero le costaba horrores regresar. Por eso casi nunca lo hacía.
Lisandro, el dueño y mecenas de “El Viejo Fuelle”, se sorprendió al girar de su silla habitual y ver ingresar después de tanto tiempo al viejo lobo de mar, con sus colmillos afilados y cargando un pesado bolso. Todos los de la mesa se callaron sorprendidos.
Ismael se sentó como si nada. Mirando alrededor, sin mover un músculo facial, balbuceó:
─Aprendí a dibujar mandalas.



Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com

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SOCIEDAD ANÓNIMA


Vestuarios y maquillajes. Falta de actores.
Miro como a las sombras.
Luces artificiales tapando soles.
Juego con los muñecos, salen de sus cajas de zapatos. Hablan en otro idioma sin aforismos. Dicen cosas pensadas por guionistas. Los más humanos apenas hablan. Creo que tienen miedo a ser oídos. Que alguien descubra que hacen palabras. Que en silencio las alimentan, las enriquecen con nuevos sentidos. Por eso callan.
Pero los otros, hablan sin pausa. No tienen tiempo de procesarla. Hablan con otros que les hablan. Hablan de que están hablando lo que otros hablan. Monólogos múltiples que no dicen nada.
Pero entre días y noches surgen preguntas. El que pospone respuestas tiene una chance. El que responde al instante no las responde.

Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com

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UN GENIO DE PALABRA



Hace alrededor de treinta años tuvo la visita de un genio. Como los de los cuentos, pero real.

Nadie se prepara para semejantes encuentros.

─Te voy a conceder un deseo ─le había dicho, como lo establece el estatuto de los genios.
Pensando que luego le concedería dos deseos más, le pidió que nada tenga fin, para probar la veracidad de sus poderes.
─¡Hecho! ─dijo el genio complacido, y desapareció.
El hombre, tras salir de su estupor, se sirvió un vaso de agua que aún hoy sigue llenando.


Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com

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EN CUMPLIMIENTO DEL DEBER


El doctor Lisandro Da Cortinha llegó presuroso. En la enfermería del aeropuerto de Lisboa se estaba cerrando un operativo que había llevado siete meses de trabajos de inteligencia.
Dos hombres debían ser intervenidos. Los scanners detectaron cápsulas de preservativos dentro de sus intestinos.
Para corroborar qué sustancias contenían, no había otra forma que expulsar alguna muestra.
Esposado, el primer hombre estaba con los pantalones bajos sobre la camilla como un indio que escucha el sonido del tren.
Con el sigilo de un orfebre o un relojero, el doctor hurgó el ano del primer detenido, dispuesto a extraer la perla preciosa que desarmaría esa red de narcotráfico.
Por el orificio ya se podía ver un anudado elástico. Se acercó para ver con qué herramienta apresarlo cuando con un estruendo inesperado, el culo asesino disparó una perdigonada de polvo blanco. El espasmo provocado por el asombro ayudó a que la sustancia entrara por la boca y  la nariz, de tal manera que en pocos minutos el doctor Da Cortinha entregó su vida en cumplimiento del deber.


Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com
 

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DESDE DONDE SE LO MIRE


Aún no creo haber dominado plenamente el método.

Comencé sin saber que estaba encontrando un estado de conciencia distinto al de mayoría de los hombres.

Nací en un pueblo desahuciado de la estepa patagónica, mirando al Atlántico. Lo que allí sobraba era horizonte. Me hice experto en mirar. Era lo que sin querer hacía desde que me levantaba. Un gran ventanal me abría todas la mañanas al mundo. Los rojos amaneceres de invierno me encontraban a media mañana en la escuela. El cielo se pintaba de blanco en las madrugadas de los veranos. Lejanos montículos de tierra gris ondulaba el contorno del mar.

De niño jugaba a acercarme a las estrellas sin moverme de mi ventana. Solía fantasear con ser el Principito o Superman. Creía poder habitar el espacio sin moverme de mi casa.

Luego crecí y la razón me ocupaba la mente casi todo el día. Pero cuando me descuidaba, la imaginación tomaba el mando de mis sentidos. Retomé así mis juegos de niño. 

Sin dejar de ser un hombre común, tuve la necesidad de separarme de mi manada social para experimentar un vínculo más libre con el universo. Inventé una actividad mental similar a la meditación. Pero distinta. A este ejercicio lo llamé “traslación del punto de vista”.

Al principio me propuse hacerlo quince minutos diarios. Terminaba con dolores de cabeza. Al poco tiempo ya necesitaba por lo menos dos horas. Los dolores fueron pasando como cuando se empieza a flexibilizar un músculo mediante el ejercicio.

Comencé por ubicar el eje de la visión tres centímetros atrás de su sitio habitual. Me concentraba en cambiar el punto de vista y, con esfuerzo retenía esa imagen unos pocos segundos. De esa manera podía atravesar el globo ocular y percibir la acción de ver de mis ojos. Tardé dos meses hasta que dominé esa técnica. Llegué  a tener un manejo voluntario en cualquier lugar donde estaba. Cuando me aburría de alguna conversación me entretenía viendo a mi interlocutor alejarse y acercarse tres centímetros.

Continué moviendo el eje de la visión hasta cinco centímetros para arriba. Al principio podía mirar como desde las cejas. Después me sentía una divinidad hindú, mirando por la frente. Al comienzo era rara la sensación de modificar la percepción de la altura, pero claro, yo no me hacía más alto, sólo era mi punto de vista el que se elevaba. Hasta que me hice más diestro, tuve que cuidarme al subir las escaleras o bajar algún desnivel. Quedé preocupado cuando me llevé el tenedor con fideos entre los ojos. Al instante me di cuenta que tenía la mirada en la frente. Pero luego incorporé mejor la conciencia de ubicación, por más que mi visión se alojaba en otras zonas. 

Después me fijé una meta más difícil: mirar para atrás sin dar vuelta la cabeza. Esto me provocó fuertes migrañas los primeros días, pero al cabo de un tiempo, como todo, se fue acomodando. Orgulloso de mi nuevo logro podía manejar sin usar los espejos retrovisores. Al lograr esta técnica, mis ojos físicos dejaban de enviarme información y, aunque quien estaba frente de mí no notaba nada raro, el pestañeo era un poco más lento y a veces entrecerraba los párpados.

Desde un comienzo, el motivo principal era la experimentación. Con el correr del tiempo pasó a ser una necesidad. Así fue como ante una meta lograda, me exigía una más compleja. Logré colocar la mirada desde el hombro, el pecho, el muslo. Podía caminar y mirar como un enano o un perro. Ubicar la mirada desde la rodilla me permitió mirar por primera vez mi rostro. Estaba parado y con lentitud fui flexionando la rodilla derecha hacia adelante. A medida que lo hacía, mi cerebro empezó a recibir la imagen de mi cara que sobresalía del pecho como el sol al poniente montañoso. Debo reconocer que esa experiencia me trajo algunos trastornos, hasta que logré reponerme. Lo que estaba viendo era yo. Pero me veía desde otro lugar, casi afuera de mí.

Ese llegó a ser mi próximo objetivo. ¿Podría tomar el punto de referencia fuera de mí? Ya se me confundían no sólo los espacios, sino también los tiempos. Las sesiones de ejercicios me demandaban horas. Poco a poco fui perdiendo la noción de días y noches, de arriba y abajo. Al hacerme más hábil en mi extraño talento, podía, como una serpiente, mirar en segundos desde la nuca hasta la pantorrilla. Al decir “segundos” podría estar refiriéndome a horas, incluso días. Eso no lo podría definir con precisión.

Mi obsesión se pudo empezar a concretizar cuando, al tomar una manzana, llevé mi punto de vista hasta la mano que la sostenía y, obstruida mi visión con la fruta, la deposité sin soltarla sobre la mesa. Después con cuidado fui alejando mi mano. Exultando de felicidad logré ver cómo mis dedos se alejaban de mi vista. Acerqué mi rostro y amagué morder la manzana. Me asustó ya que fue como ensayar morderme los ojos.

Ya no podía parar. A la manzana la sucedió una diversidad de objetos. Pasaba el día mirando desde puntos de vista cada vez más disímiles.
   
           Sin ir más lejos, en este momento estoy esforzando la vista para distinguir, desde la lámpara del techo, estas letras que estoy escribiendo. No obstante, mi médico insiste en diagnosticarme ceguera.



Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com