Laberinto.
Será porque se quiso aprovechar al máximo el terreno
fiscal con el que se disponía para levantar un barrio de viviendas, que terminó
quedando ese amontonamiento de monoblocks, uno pegado al lado del otro, con
escaleras metálicas, pasadizos, códigos de manzanas, pisos y departamentos, en
donde se encajan familias, con sus historias y sus vidas.
Allí se previó un espacio verde, llamado así aunque que
se trataba en realidad de una explanada de cemento y caños, con diminutos
canteros sin pasto y algunos basureros metálicos en evidente deterioro.
―¡Dale con las rueditas, dale con las
rueditas! ―resoplaba Dorotea, mientras preparaba la canasta de mimbre que
llevaría esa tarde al taller de costura de la parroquia.
Es que desde las hendiduras de las persianas de la
ventana que daba a la calle, se filtraban los chirridos espantosos y los
golpeteos perturbadores de los chicos que religiosamente todas las tardes desde
las cinco practicaban con sus “skates” ―bah, “patinetas” ― en el “skatepark” ―bah,
“pista de patinetas” ― que daba justo enfrente al domicilio de Dorotea.
Y proseguía con sus trilladas reflexiones: —Digo yo, ¿no tienen padres
estos chicos?, ¿no van a la escuela?, ¿no les dan tarea para hacer?... ¿Y ese
grandulón tatuado que está con ellos cuándo va a madurar? ¡Ay Dios! ¡Así está
el país!
La mirada silenciosa de Polo, su fiel y resignado marido,
lo decía todo: como cada martes y jueves, minutos antes de las cinco de la
tarde, es el único espectador de ese unipersonal que protagoniza su esposa,
cuyo texto es casi siempre el mismo: “no sé si a la vuelta va a refrescar”,
“estos chicos me van a atropellar”, “así está el país”, “cerrá con llave”. Golpe
de puerta. Telón final.
Después de la operación del corazón y a su edad, Polo ya le
estaba haciendo caso a su médico de cabecera y todo se lo tomaba con humor. “Haga
del drama una comedia” le decía siempre el doctor Borsaletti. Y Dori ―como en
verdad la conocían a Dorotea― le ofrecía material de sobra para dicho cambio de
género.
Los pasos de su esposa, las rueditas de los chicos
jugando, algún grito o risa disperso, eran los sonidos que como una radio
antigua podía escuchar Polo por detrás de la puerta de entrada después de
cerrarla con llave e ir a la cocina a preparar su mate de la tarde.
Telas.
Olor a ropa y a jabón perfumado. Bizcochitos y alfileres.
Seis mujeres en el salón parroquial protegidas del sol vespertino.
―Beatriz, páseme las lanas de colores. Voy a hacerle un
borde a esta carpetita. Dijo una de ellas sin dejar de golpetear el pie derecho
como manejando una máquina de coser imaginaria.
―¿No será como el gatito que bordó la otra vez, no? Dijo
la más anciana, con sonrisa maliciosa.
―No sea mala, Irma, si sabe que la Beti quiso hacer un
oso, solo que le salieron las orejas puntiagudas. Dijo Dorotea mientras
agrupaba telas claras por un lado y oscuras por otro.
Un momento de silencio interrumpió la
charla hasta que Dori cambió de tema:
―Acá sí que hay paz... No como en mi barrio.
―Es que estamos en la casa de Dios, doña. Dijo Beatriz.
―Sí,… ¡y que Dios no anda en patinetas! Retrucó Dori.
―Claro, en su barrio se juntan los chicos del nieto de
Guadalupe.
―¿De “nuestra” Guadalupe? Preguntó Dori a Irma.
―¡Claro! La que organizaba las ferias de ropas con
nosotras.
―Tan juiciosa que parecía y mirá el nieto que le salió.
Eso es por falta de educación.
―No se crea doña, mire que Guadalupe me contó que desde
que ella se operó de la cadera y quedó en silla de ruedas él va todos los días,
la asiste y le hace las compras.
―Sí, pero al menos la podría traer a Misa, ¿no? ¿Y
cuántos años tiene ese chico? Porque andan con un tipo de barba y tatuado que
me da un mal aspecto. Me parece una mala influencia para el nietito de Guadalupe.
―¿Uno de pelo largo de colita? ―interrumpe Mabel que
hasta ese momento estaba callada destejiendo una bufanda.
Mabel quizá haya sido la fundadora del grupo que hacía
más de quince años, dos veces por semana se reunía en la parroquia a hacer
diversas labores. Ese primer grupo comenzó ofreciendo apoyo escolar a los
chicos más desaventajados del barrio en materia de estudios y contención.
Siguió con la organización de una cooperadora para cambiar los techos de chapa
del salón parroquial, para lo cual organizaban ferias de ropa, tés canasta,
rifas, venta de locro y demás iniciativas económicas. Y siempre estuvo Mabel.
Una mujer casi muda, muy eficiente y con la particularidad que, del grupo, era,
sin dudas, la más confiable. Una mujer ya mayor pero impecable, de espalda
erguida y mirada activa, de manos movedizas y una altura por encima de la media
de la feligresía que asistía a las misas
dominicales.
―Sí, ¿usted lo conoce?, preguntó Dori.
―Sí, ése es el nieto de doña Guadalupe. Le dicen Maxi,
creo.
―Ah, mire usted― agregó Dori. Ya debe estar pisando los treinta años, más o
menos.
Mabel, amagó contar más, pero, acorde a su introversión,
optó por guardarse los comentarios. Bastó la mirada que por un lado asentía
sobre la edad aparente de Maxi, pero que por otro lado decía: “si lo conociesen
de verdad…”. Su silencio, ya naturalizado, lamentablemente ocultó en ese
momento datos que hubiesen elevado el tono de la conversación.
Sombras.
Hojas de plátano que confabulan tapando
el alumbrado público del barrio. Noche cerrada en callejones grises. De pronto
rompe el hastío y la monotonía una luz lacerante verde que como un lazo golpea
centrífugamente el ingreso a las callejuelas. La ambulancia aúlla su impotencia
por no poder ingresar por las callejuelas y llegar en tiempo a donde requerían
de urgencia la unidad coronaria. El chofer trata de contactarse por radio con
la central para que le den más detalles de cuál de los monoblocks, cuál de las
escaleras y cuál de los departamentos pedía con urgencia su servicio.
Sin saludar, desde la oscuridad, una
silueta se acerca casi encorvada y con una simple pregunta se entera del nombre
del paciente. Un susurro bastó para que los médicos se pusieran al servicio de
este lazarillo. Uno por detrás con una camilla plegadiza y dos uniformados verde
agua con valijitas amarillas formaron el séquito que sin hablarse siguieron el
trote entre pasadizos, escaleras y cercos a este anfitrión que apareció de la
nada.
Una señora con su hijita esperaban en la
entrada del departamento que permanecía cerrado. Al llegar los de la guardia,
les explica:
―Desde la ventana vi que el vecino
estaba tirado en el balcón como queriendo hablar pero sin sonido. Toqué timbre,
pero la esposa seguro está en la misa, por eso no abre. Es un matrimonio que
vive solo.
Sin mediar palabras, el guía nocturno
tomó carrera y llegando a la puerta saltó con los dos pies adelante derribando
de un solo golpe la puerta. Se levantó y dio paso a los médicos. Al instante se
le realizaron las prácticas de resucitación cardíaca a don Polo que yacía en el
piso.
Con la vecina encargándose de la casa abierta,
y con el paciente en la camilla desanduvieron el laberinto con el mismo guía,
pero con más lentitud y cuidado.
El aullido se fue perdiendo acompañando
a la luz verde con prisa y un suave viento hizo temblar las hojas que en la
esquina del barrio hacían parpadear el farol de la vereda.
Misa.
Chasquido mínimo de fósforos que
presagian el comienzo del oficio religioso dentro de la capilla. Dos velas
tornan más cálido el espacio lleno de maderas, mármoles y silencios. Hablando
casi al oído, Beatriz se dirige a Dori, que estaba sentada a su lado:
―¡Doña! Mi marido me dijo ayer que estos
chicos de la patineta andan en cosas raras. Un amigo de él sabe que son
drogadictos. Hace bien en cuidarse. ¡Mire usted a dónde vamos a parar!
―Recemos
por sus almas.
Mientras tanto, Mabel, la compañera más
callada del grupo, llegó a escuchar la conversación y simuló no haber oído nada.
La voz de la guionista cortó la charla:
―Cantamos “vienen con alegría”.
Hospital.
Olor a quirófano. Sonidos bio-mecánicos.
Sueros y guantes de látex. Corredores recién trapeados. Bancos descascarados y
vueltos a pintar y a descascarar. Asepsia y flores amarillas.
Tocan la puerta de la sala 406 con
cuidado, como no queriendo ser oído.
Ante el “adelante” que se escucha, el
ramo de claveles rompe el gris de la habitación en penumbra. Atrás de él, la
cara serena de Mabel, la compañera de Dori, acompañada por su sobrina, una
mujer muy bonita de apariencia de tener cuarenta años.
―¿No molestamos, doña? La enfermera nos
dijo que podíamos pasar.
Dori, levantándose de la silla que
coteja la camilla blanca, ofrece lugar a la visita. —Pase Mabel, qué sorpresa. Él
es mi marido.
―Ella es Sonia, mi sobrina. La que me
insistió para venir.
Sin que le pregunten, Dori, mientras
acomoda las flores en una botella de agua mineral que cortó por la mitad con un
cuchillo, les relata los pormenores de lo que dijeron los médicos, de cómo fue
la operación, de cómo será el posoperatorio, de cómo se siente ella y de cómo
Dios tuvo que ver en todo esto.
―Lo que le salvó la vida a mi marido fue
que se pudo actuar a tiempo. Ahí estuvo la clave, me decían los médicos. A la
vecina de enfrente, que dio aviso a la ambulancia no sé cómo agradecerle. Fue
un milagro que se haya dado cuenta que a mi marido le había dado un ataque.
Pero hubo alguien más a quien le debo la vida de mi marido… Cuando llegué con
el taxi a la guardia, como responsable acompañante de Polo estaba el que guió a
los médicos hasta mi casa. Al verlo en la sala de espera cuando llegué, me
reconoció y volteó su cabeza hacia mí sin decirme nada. Ahí vi la mirada más
plena, más radiante, más, cómo le diré… era nuestro señor en la piel de ese
muchacho.
Las lágrimas que empezaron a recorrer
las huellas del tiempo en el rostro de Mabel se depositaron silenciosas sobre la
falda marrón que la arropaba.
―Mire, Doña Dorotea, estoy en falta con
usted. Y me pareció justo contarle algo. Sonia me insistió en venir. Yo soy muy
reservada y hasta vergonzosa. Ella tiene un hijo, Nahuel. Ahora está con 23
años y estudia Ingeniería. Es un muchacho muy despierto y trabaja además con
sus suegros en un taller a medio tiempo. Vio, para poder estudiar.
El relato aquieta a Dori que estaba
moviendo el regulador del suero que colgaba al lado de su marido que dormitaba.
Qué tendría que ver Nahuel con el infarto de Polo.
―Nahuel a los 17 estuvo muy mal ―continuó
Mabel. Se fue de la casa y se la pasaba en la comisaría. Primero por riña
callejera, después por intento de robo. Demacrado, vivía sucio, drogado y
peleado con la vida. Nosotros ya no sabíamos qué hacer. Probamos por las buenas
y por las malas corregir su camino. Eso no hizo más que generar más rechazo en
todos aquellos que lo queríamos. Yo sufrí mucho. Ni qué decir de Sonia.
Hasta que un día estaba mirando tele con
mi marido —agregó
Sonia—
y tocan el timbre de mi casa. Era mi hijo acompañado de un muchacho unos años
más grande que él. Pensé veinte cosas a la vez, pero todas mis conjeturas
cayeron por tierra.
―Nahuel me lo presentó como su
instructor, ‘se llama Maxi’, me dijo. Un muchacho de treinta años, muy cortés y
con un aspecto de rockero. Ellos me explicaron que venían para pedirnos permiso
para que Nahuel vaya a trabajar en una verdulería del tío de Maxi y que con su
primer sueldo iba a comprar un skate que tenía que regalar al nuevo integrante
del grupo. Los ojos de mi hijo habían cambiado. El resentimiento cambió por
entusiasmo. ¡Por dos años no nos hablaba y de pronto se acercó a pedirme
autorización para comenzar a trabajar!
Mabel siguió el desarrollo de la historia:
―Allí nos enteramos de lo que había
pasado: Maxi, el nieto de Doña Guadalupe, lo invitó al grupo de las patinetas.
El mismo del que usted habló la otra vez en el salón parroquial. Lo llevó y le
regaló una patineta nueva con el propósito que la cuide y no la venda. A
cambio, él le iba a enseñar las más difíciles acrobacias que se imagine. Las
horas de consumo fueron cambiando por horas de entrenamiento. Cambió de junta.
De a poco comenzó a querer ser mejor.
―Se da cuenta, señora ―prosiguió Mabel―
fui muy egoísta al no contarle que para nosotros, ese pelilargo tatuado era un
héroe.
Sábado.
Saltos, risas, chirridos, aplausos. La pista de skate tan
concurrida como cada día. Hoy el sol está más indulgente. Ojalá no se
descomponga para mañana porque se programó la muestra anual. Siguiendo con la
rutina diaria, se escucha la puerta abrirse y el llamado habitual: ¡Está la
chocolatada!
―Maxi, quién diría. Hoy hace seis meses
que me operaron y estoy hecho un pibe. Dijo Polo.
―Avise cuándo quiere empezar con los
skates. Continúa Maxi con la broma.
Los chicos le agradecen a Dori por las
masas. A lo cual, ella responde:
―Éstas las hicieron las chicas de la
parroquia, les voy a decir que le agradecen. Ahora, después de lavar las tazas,
dejen que yo lavo la olla.
Los deportistas retoman su entrenamiento
para poder tener todo listo para mañana.
Mientras vuelven al patio, Dori chista a
Maxi y cuando éste voltea la cabeza le dice:
―Maxi,… ¡Dale con las rueditas!, ¡Dale
con las rueditas!