LA COLONIA

Sir Lumber Hopkins pertenecía a una casta influyente del reinado de Bartos. Poco podemos decir de su infancia, ya que al imaginarnos la de cualquier cortesano, habremos descrito la de él. Lo llamativo de su historia, que me inspira a relatarla, fue que, torciendo un destino predecible, se encaminó a imponer un nuevo orden de valores impensados para su época.
A pocos días de concluir el año 1286, el joven Lumber, descubrió que en un pasadizo secreto de su casa paterna ―aquellos que algunas familias disponían entre sus arquitecturas para protegerse de invasiones o catástrofes― había en un cofre, un libro manuscrito titulado “De las memorias de Fidelius Hopkins, cortesano del reinado de Bartos y de cómo dominar a los prójimos”. Dicho volumen estaba firmado por su joven hermano, Fidelius.
Leyó el libro hasta concluirlo a la madrugada. Con los ojos llorosos por los humos del candelero, ciñó el libro a su cinturón, por debajo de la pechera y, sin ser visto, se escabulló por el huerto trasero, dejando para siempre el hogar que lo había visto nacer. Quizás su lectura aceleró la decisión que, tarde o temprano, iba a tomar.

A escasas leguas de Bartos se había establecido una colonia de labriegos que despertaba sospechas. Algunos trascendidos referían que eran protagonistas de prácticas poco habituales. Aunque le dedicaban gran parte del día al trabajo de la tierra, al caer el sol, ―al decir de las malas lenguas― se reunían en asamblea para actuar unos ritos que no distaban en nada de la hechicería. De todas formas, ningún ciudadano de Bartos había participado y, cuando algún grupo de labriegos de la colonia caía a la feria del reino, siempre se habían mostrado afables. Lo que tenían de gentiles lo tenían de herméticos, ya que ante las preguntas indiscretas que recibían, sólo se limitaban a responder con generalidades que no aportaban datos mayores.
Lumber llegó a la colonia junto con el alba. Entrando al caserío vio una minúscula línea de humo que serpenteaba desde los leños ya apagados. Alrededor del fogón agonizante yacía una veintena de hombres dormidos que hedían alcohol de frutos fermentados.
―Has tardado más de la cuenta ―le espetó una anciana. Dicho esto, con un ademán lo invitó a entrar en su choza.
La vieja hizo unos conjuros extraños de ceniza, saliva y hojas secas delante del joven. Soplándole su aliento de alcohol, concluyó:
―Ahora sólo falta el otro.
Sin pedir muchas explicaciones, Lumber se adecuó en los siguientes días a las tareas de la colonia. En ella se sentía ubicado. Nadie le había preguntado quién era ni de dónde venía porque, a decir de ellos, “cada uno tiene sus motivos para estar allí”. Sus días, durante dos inviernos, consistieron en recolectar tres clases de frutos: uno similar a las moras, pero anaranjadas; otro como granadas más ovaladas y por último, una especie de grosellas. Otros recibían sus cosechas y las maceraban en cántaros diferenciados. Al atardecer recitaban cantos tántricos mientras los más fuertes traían troncos pesados dispuestos para la hoguera. Ya de noche, espantaban la oscuridad con los chispazos de fuego abrazador, mientras otros empalaban pequeños mamíferos como perros o hienas que, ya cuereados se cocinaban a la estaca. Recién ahí se terminaban los cantos que eran como letanías  improvisadas por los músicos de la aldea.
Los trozos de carne empezaban a pasarse de mano en mano. Las mujeres traían verduras en fuentes de barro que también se compartían. Sentados alrededor de la fogata, entre risas y cantos tomaban los brebajes etílicos mientras terminaban de comer.
Cada día se designaba un hombre para que, parado delante de todos, dirija la ceremonia. En ese instante, las risas desaparecían y un enorme sonido de diapasón humano pronunciando la eme, servía de colchón para que el hombre, en trance, con sus brazos en alto empiece a balbucear hasta articular una palabra. Esa palabra era la clave para que, acto seguido, de a uno, todos contaran al auditorio una historia.
―Viento.
―Cuentan los abetos centenarios que antes que el hombre exista, el viento dominaba, como un espíritu. Cuando no soplaba era el momento en el que estaba amasando los embriones de los seres que aparecerían. Cuando rugía, haciendo silbar las ramas más altas, era cuando esparcía las semillas de vida que germinaban por la tierra.
―Dolor.
―Mis abuelos, que están enterrados atrás de nuestra choza, se nos presentan cada vez que los invocamos. Ellos nos cuentan que su mejor maestro fue el dolor. Cuando mi abuela estaba por dar a luz a mi tía Luana, una infección la dejó sin poder moverse.
Así, cada noche, el guía de turno, inspirado por la energía de la asamblea, descubría la palabra que debía ser transformada en relatos. Al oírlos, los hombres expresaban con sus cuerpos y con sus ojos entrecerrados, los más dispares sentimientos. Algunos se paraban y danzaban en el lugar, otros reían y tantos otros lloraban. Aquel aquelarre de historias, influía de tal forma a sus miembros que los enfermos sanaban y no había entre ellos depresiones ni odios.
Lumber al comienzo no se destacaba por sus relatos. Pero al pasar las estaciones y al desteñirse su pelo, fue uno de los que transmitía mejor aquello que la colonia debía escuchar.
Cada vez que le tocaba dirigir la asamblea nocturna, su trance se caracterizaba por una amplia sonrisa de libertad. Siempre sus palabras eran alegres, frescas.
―Miel.
―Luz.
―Nacimiento.
Pero aquella noche, la última, su palabra fue “Cautiverio”.
Dicho esto, de entre la espesura del bosque, el crujir de ramas secas alertó a la colonia. Había llegado “el otro”. Ese que la anciana, hacía unos años, había vaticinado.
Lumber, salió de su trance. Se alegró al ver la visita imprevista. Se acercó para estrecharlo en un abrazo.
―Fidelius.
En ese encuentro, el otro hundió una daga en el pecho de Lumber. De un grito ordenó que un pelotón que lo seguía aprese a toda la aldea.
Lamber, tendido cerca de la hoguera, repetía “cautiverio… cautiverio”. De a poco volvió la sonrisa a su rostro.
―Libertad ―dijo. Y murió.
  
Todavía no les dije quién soy.  

Si no adivinan se los diré. Soy uno de los hombres de la colonia que, inspirado por el aire de la noche, las frutas fermentadas y la palabra del guía, les cuenta esta historia antes de dormir.

Autor: @ConiglioFabian

Pasar al bronce. Honor y castigo.

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