Se despertó a eso de las tres de la
madrugada todo sudado. Raro en él, que más bien era friolento. Es que no pudo
reponerse de la agitación hasta unos minutos después. ―Suelo dormir desde que
me acuesto hasta que suena la alarma.―Pensó tan fuerte que lo dijo en voz alta.
―¿Te dejás de joder?
Su esposa siempre sutil.
Es que ella no reconocía que a su
marido le estaban empezando a suceder cosas. La sombra de él, sentado desde su lado
de la cama, se podía plasmar en la pared del dormitorio. Se levantó de un salto
y, una vez frente a la heladera, lo supo con lucidez.
―Tengo poderes psíquicos.
Mirando el yogurt bebible, sonrió. Después
quedó petrificado al pensar en las consecuencias de su hallazgo. Las imágenes
le taladraban la mente. La mirada perdida del que sabe que está muriendo era
tan real, que escupió el trago de yogurt. Lo tenía enfrente como a un toro
agonizante, rodeado del morbo general. Eran las cuatro y no podía dormir.
Se dio cuenta que eso no había sido
una pesadilla. Las pesadillas, como todos los sueños, por lo general mezclan
con capricho aleatorio, objetos, movimientos, situaciones. En este caso, las imágenes
lo habían llevado a lugares que nunca había visto. Aunque muchas veces subió por
la estrecha escalerita de estructura metálica que conducía a la planta alta, reconoció
detalles muy precisos de los rombos de los peldaños y de las sombras que producían
contra la pared de abajo, que no eran sueño. En la oficina de Uncos, el jefe
del taller, jamás había visto que las dos manijas de los cajones del escritorio
eran distintas, ni que en el cajón de abajo el viejo Uncos escondía un arma
entre los papeles y cables. Hasta podría dibujar ―si lo supiera hacer― cómo
eran los relieves de la culata o la forma del percutor.
Era poco más de las cinco. Volvió a
acostarse, pero la agitación era tal, que fue al baño. Así como para la mayoría
de nosotros es arduo memorizar, para él significaba mucho esfuerzo olvidarse de
cada una de las palabras que en la visión había cruzado con Uncos.
―Silguero. Venga para acá.
―Sí.
Qué pasa.
―Acompáñeme
arriba. Le tengo que mostrar algo.
Los rombos de la escalerita, la oscilación del caño que oficiaba de baranda. El olor a pintura fresca. El chirrido de la puerta placa. La suciedad del ventanal que servía de panóptico. Todo. Todo estaba fijado en su memoria.
Sentado en el inodoro, sintió correr una gota fría que le caía desde la nuca hasta su desembocadura. Temió enloquecer. El inexorable recuerdo de lo que vendría, lo paralizaba.
―Siéntese, Silguero.
Cortó un poco de papel higiénico y se lo pasó como pudo por la espalda. Le faltaba la respiración. Al mirar el picaporte de la puerta del baño, creyó ver el cromado del caño del arma de Uncos. Por poco se tiró a un costado. Se podría haber lastimado con el borde de la pileta. Por suerte era algo así como una alucinación, nada más.
“Tener poderes psíquicos me va a matar”
―pensó. Se concentró nuevamente en su tarea. Los ojos insomnes le ardían.
Pronto tocaría la alarma. Su pantalla mental, de pronto continuó su relato.
―Mire, Silguero, no estoy bien. Con usted tuve muchas agarradas. Me disculpo si se sintió acosado por mí. El médico me dijo que la ira podría ser una de las formas de desahogarme de mi enfermedad. Y creo que deposité mi ira en usted.
―Está
bien.
―No.
No está bien. ¡No está nada bien! ―Uncos tomó aire. Hizo una pausa. Se apoyó
otra vez en el respaldo de la silla―.
―Si
quiere, dígame en qué le puedo ayudar. ―Retomó Silguero el diálogo.
―
¿Ayudar? ―preguntó con desdén.
―
¿Usted se ofrece a ayudarme? ¡No me haga reír, no me haga reír, por favor! Los dos
sabemos el desprecio que tenemos el uno por el otro. ¡No sea hipócrita,
Silguero! ―Otra vez quedó hamacándose en la cornisa de la silla. Los microescupitajos
que al vociferar vertía sobre los papeles del escritorio eran tan agresivos
como sus palabras―.
Con el calzoncillo como grilletes, Silguero se encontró llorando, parado frente al espejo del baño. Rememorar la premonición nocturna lo estaba volviendo loco.
― ¿Te falta mucho? ―La nula amabilidad
de su esposa lo volvió a la realidad. Eran las 6.30 y no había escuchado el despertador.
Se lavó con fuerza la cara para
despegar las ojeras, desayunó, preparó el bolso y se fue en bicicleta al
trabajo.
Estaba tan ensimismado, que de no
haber sido por sus nuevas capacidades psíquicas, hubiera tenido algún accidente
vial. Porque mientras por fuera se veía a un hombre en bicicleta yendo al trabajo,
por dentro, continuaba el encuentro fatal.
―Yo no lo desprecio. ―Fue la tímida e inverosímil respuesta ante la catarata de saliva de Uncos.
―Está
bien, si me la quiere hacer difícil, no importa. Yo ya tomé la decisión. Acá
termina todo. Lo elegí a usted porque si hay un mal que le deseo es que quede traumado
de por vida. Yo no tengo empacho en reconocer que durante décadas lo odié. El médico
me dijo que el tumor era por toda la frustración que guardé durante años. Y
usted es el principal causante de mis males.
―Yo
no sabía… ―Las palabras huecas de Silguero fueron interrumpidas por un rítmico
movimiento del brazo de Uncos, que, pasando por el cajón, elevó en círculo la
mano, empuñando el arma que al solo impacto, le abrió la boca en flor.
La
mirada perdida de Uncos, como quien sabe que está muriendo, quedó inmóvil sobre
la silla. Al instante, le esbozó a Silguero, como despedida, una macabra
sonrisa de carnes y dientes. Y se desplomó entre los papeles del escritorio,
mientras daba sus últimos temblores.
Al llegar al galpón en donde estaba la fábrica, Silguero saludó a todos como si nada.
―¿Y Uncos?
―Arriba. ―Le contestaron.
Subió por la escalerita y las sombras
que formaban en la pared los rombos de los peldaños, eran iguales a los de sus
visiones. Entró sin golpear. Uncos estaba en el escritorio.
― Ah, Silguero. Le tengo que mostrar
algo.
Mientras dio dos pasos adelante, Silguero
sacó un arma de su bolso, con el que le dio tres disparos.
Uncos, mientras iba muriendo como un
toro en el rodeo, dejó soltar de su mano un par de cables de muestra.
Autor: @ConiglioFabian
fabianconiglio@gmail.com
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